martes, 17 de diciembre de 2013

El asesino hipocondriaco

Novela eficaz que nos presenta a un personaje magistral.



Leí esta novela porque me la habían recomendado. Un amigo escritor, al que tengo mucho respeto porque es un tipo que transmite optimismo y buen rollo a raudales y porque escribe y publica libros periódicamente, me la puso entre las manos y me dijo con una mirada cómplice:

     Tienes que leerla.

Y yo, que soy muy obediente y no echo en saco roto los buenos consejos, me la leí.

El principio es sugerente y prometedor: «No me queda más que un día de vida, después de haber escatimado quince millares a la muerte, sólo me resta uno más. Dos, a lo sumo. Tengo la absoluta certeza de que ni un día más tarde de hoy moriré. Como mucho mañana. Contravendría todas las leyes de la naturaleza que mi cuerpo transido de enfermedades, horadado por todas las afecciones, se sostuviera con vida un día más. Pero no me puedo ir sin antes haber acabado con Eduardo Blaisten. Me pagaron por adelantado, y yo soy un hombre de moral kantiana».

La historia es simple: un asesino a sueldo, hipocondriaco, tiene que matar a un tipo antes de que cualquiera de sus múltiples enfermedades acabe con él. No hay mucho más, todo el argumento gira en torno a esa idea fija, por lo que el principal interés de la novela está en su personaje principal, el enigmático señor M.Y., el asesino a sueldo, que cree de sí mismo ser una especie de milagro médico por seguir viviendo y que cree sufrir la peor de las suertes del mundo.

La novela supuestamente debería estar encuadrada en el género de novela negra, pero el sentido del humor que predomina en cada una de las páginas la convierte en una novela original e inclasificable. Es fácil de leer, divertida, y combina las aventuras y desventuras del señor M.Y. con algunas historias curiosas sobre algunos personajes ilustres que aparentemente fueron igual de hipocondriacos que el protagonista: el filósofo Kant, Poe, Lord Byron, Voltaire, Jonathan Swift, Descartes, etc. Éstos, como el protagonista de El asesino hipocondriaco, alertan constantemente a su entorno de su delicada salud y de la proximidad de su muerte. Muchos de ellos tuvieron una larga vida aunque, inevitablemente y tal como predijeron, acabaron muriendo.

La novela no ha terminado de engancharme, seguramente—lo confieso— porque me ha pillado en un mal momento. Mi equilibrio interior anda bajo mínimos y no dispongo de la serenidad suficiente (condición imprescindible) para disfrutar de la literatura. De todas formas es un libro interesante y resuelto con mucho oficio. Con cierta falta de ritmo y lejos de poder ser considerada una obra maestra (si es que aún se escriben obras maestras), es una novela eficaz que pone en el mapa a un escritor malagueño, Juan Jacinto Muñoz Rengel, que promete ofrecernos un buen puñado de buenas novelas. Que así sea.

sábado, 30 de noviembre de 2013

Numb

La música como arma para evitar entumecerse.

La retransmisión por televisión del campeonato de Fórmula 1 de este año me ha regalado una agradable sorpresa. No se trata, como me hubiera gustado, de haber eliminado esa exagerada publicidad tan molesta, cansina e inoportuna que estropea las carreras. Esos interminables anuncios que en más de un gran premio han provocado que nos perdamos los mejores momentos mientras nos mostraban a un tipejo encantado con su nueva cuchilla de afeitar. Es patético, pero, una vez más, manda la publicidad. Hasta que nos hartemos y, armados con el arma de la indiferencia o el olvido, los televidentes decidamos degollar a su gallina de los huevos de oro.

La sorpresa ha venido en forma de música. Antena 3 ha rescatado una de esas canciones que escuché hasta la saciedad durante mi adolescencia, una de esas canciones que en cuanto terminan necesitas volverlas a poner, una y otra vez, de forma compulsiva, como ocurre con la publicidad de Antena 3.

La canción es de U2, uno de mis grupos favoritos, que han compuesto no solo muchas de mis canciones preferidas, sino que algunas de ellas ¾como es el caso de With or without you o I still haven't found what I'm looking for¾ son, por motivos que no vienen al caso, las canciones que sonaban durante algunos de los momentos más bellos e importantes de mi vida.

Pero hoy toca hablar de Numb, que en español se traduciría por Entumecido, un tema compuesto y cantado por The Edge, si es que acaso podemos definir como cantar esa forma que tiene el irlandés de ir recitando cada uno de los versos, de forma monótona, como si fuera un monje recluido en una capilla de oración.

Le suelo dar mucha importancia a cómo empiezan las canciones (¿decidieron ya cuál es el mejor comienzo de canción de la historia?) y, en este caso, el inicio es impresionante. Una batería suave y una guitarra con un sonido muy característico que marca los acordes, que define la armonía, que le indica a The Edge hacia dónde entonar su oración.

También hay ruido, diferentes sonidos que aparecen y desaparecen, hasta que llegamos al estribillo. Es entonces cuando Bono introduce una única frase sencilla y pegadiza, melódica, cantada en ese falsete que hace a Bono un cantante único.

El contraste entre el mantra grave y monótono de The Edge y el falsete de Bono convierten a la canción en un tema fantástico, en el que prima la sencillez, en el que cada palabra, cada ruido, cada sonido tiene sentido. Incluso la melodía de ese organillo que en cualquier otra canción hubiera podido parecer ridícula, aquí suena fantástica.

De la letra apenas voy a hablar. Es densa, profunda, con un ligero toque transgresor. Habla de esos momentos en que nos sentimos entumecidos, en que desde fuera nos marcan lo que debemos decir y hacer o, mejor dicho, lo que no debemos decir o hacer. Lo que debemos pensar. Lo que debemos comprar. Como cuando nos abandonamos resignadamente a los dictados de la publicidad.

domingo, 20 de octubre de 2013

Gravity

Cumplir un sueño de la infancia.


¿Qué quieres ser de mayor? Que levante la mano quien pueda asegurar que durante su infancia no fue sometido al molesto interrogatorio sobre la profesión a la que le gustaría dedicarse cuando dejase de ser un crío. Estoy seguro de que nadie puede afirmar abiertamente que jamás le hicieron esta pregunta.

Y aunque las respuestas deberían ser tan diversas como ocupaciones laborales existen, cuando yo era un chaval, la mayoría de los niños contestaban que querían ser astronautas. Yo no puedo recordar mi respuesta. Reconozco que siempre me han incomodado y fastidiado las preguntas inoportunas.

Los niños tienen la grandísima suerte de no tener que vivir en el futuro. Para ellos todo es presente, o mejor dicho, todo es el momento, ese instante en el que están viviendo. Pueden pasar rápidamente de la risa al llanto, del entretenimiento al aburrimiento, de la actividad frenética al sueño más profundo. Y los adultos, que andamos con la cabeza en cualquier otro momento distinto al que estamos viviendo, nos empeñamos en estropear uno de los más bonitos privilegios que tiene la infancia.

Pero volvamos a la respuesta. Ni yo, ni ninguno de los chavales que fueron niños cuando yo, podríamos haber citado el nombre de ningún astronauta famoso. Ni siquiera ahora soy capaz de dar más de media docena de nombres. Españoles únicamente podría mencionar a Pedro Duque y a Miguel López Alegría, ese tipo que pese al nombre castizo hablaba peor español que un guiri en un recital flamenco.

De haber visto la película Gravity, de la que voy a hablar hoy, es posible que los que respondían tan alegremente lo de astronauta se lo hubieran pensado dos veces. Porque la película no cabe duda de que tiene sus defectos, que los tiene, pero creo que nunca he sentido la experiencia de estar en el espacio de una forma tan real como durante el transcurso de la cinta.

Gravity, a la que yo hubiera llamado A la deriva,  es un prodigio visual. Las escenas de la Tierra son realmente maravillosas. El espectador queda sobrecogido, porque mientras uno está viendo Gravity, siente en todo momento que realmente está en el espacio. Aunque probablemente sea el tipo de película que si no la ves en el cine, y en 3D, pierda la mayor parte de su encanto, porque el guión, que lo tiene, no cuenta más que una historia de superación personal que pone a prueba el instinto de supervivencia. Y eso ya lo hemos visto muchas veces.

De las interpretaciones es un poco difícil hablar. Los dos únicos protagonistas se pasan casi todo el tiempo enfundados en sus trajes de astronauta. Y así resulta difícil evaluar su trabajo. George Clooney, en el papel de Matt Kowalsky, hace creíble su personaje. El señor Clooney es un tipo que parece realmente encantador. Y así se nos muestra a Matt Kowalsy. En cuanto a Sandra Bullock, que normalmente no me gusta, tampoco puedo ponerle muchos peros. Ambos están correctos en una película que pese a tener dos únicos actores, no es una película de interpretaciones.

Tampoco, como ya he comentado anteriormente, importa demasiado el argumento. Los traumas de la doctora Ryan Stone (el personaje de Sandra Bullock) podrían haberlos dejado fuera del guión sin que pasara absolutamente nada. Respecto a sus traumas, que no desvelaré, únicamente me ha gustado el juego de que surgen de la mala suerte, de un desgraciadísimo y absurdo accidente y, sin embargo, durante toda la película ella está tocada por una varita que reparte más suerte que el calvo de la lotería de Navidad. O, como dirían algunos, «ha nacido con una flor en el culo».

Si la película no tiene demasiado argumento y las interpretaciones no llaman la atención, ¿por qué me ha gustado Gravity? Porque durante los 90 minutos que dura, he cumplido el sueño de la infancia de los niños de mi generación: me he sentido como una astronauta que viaja por el espacio exterior. He sentido el silencio, he sentido la grandeza de saberse pequeño, he sentido la inmensidad del universo. Solo por eso merece la pena verla.

lunes, 30 de septiembre de 2013

Blue Valentine

El amor tras los títulos de crédito.



Todos nos hemos preguntado en alguna ocasión qué ocurre con las historias de amor de Hollywood más allá del inevitable, previsible y lacrimógeno final feliz. ¿Cómo continúa la historia cuando se apagan los títulos de crédito?

Con este objetivo se embarca Derek Cianfrance en su película Blue Valentine. El realizador estadounidense pretende contarnos una historia de amor una vez que la ilusión, el romanticismo y el enamoramiento se han transformado en frialdad, rutina y hastío. La originalidad la encontramos en que a las escenas de la desgastada pareja se le intercalan —a modo de flashback— escenas del comienzo de su relación, cuando el amor lo podía todo, cuando su amor superaba cualquier dificultad. Lo que ocurre entre medias no lo cuenta, quizá porque todos nos lo imaginamos. Pasa lo que suele pasar en casi todas las historias de amor una vez que finalizan los títulos de crédito.

Encontrar al amor de tu vida es un milagro; conservarlo es el trabajo de toda una vida. Ese esfuerzo diario es el que supuestamente van dejando de hacer Dean y Cindy. Hasta que en un momento dado, Dean, en un último intento por recuperar el romanticismo en su relación, le propone a Cindy pasar una noche en un hotel. En la habitación del futuro, curioso nombre para alojar a una pareja ya sin futuro, empiezan a recordar los tiempos en que se conocieron, en que vencieron todas las dificultades para estar juntos.

Blue Valentine se asienta en un sólido guión, dramático y sin fisuras. Los flashbacks continuos sirven para establecer una comparativa en la forma de afrontar las dificultades de los mismos protagonistas en dos momentos vitales completamente distintos. Quizá las personas no cambien, pero las relaciones sí, especialmente si no se cuidan.

Probablemente la película no sería tan dolorosamente real sin su pareja protagonista. Ryan Gosling demuestra no sólo tener su gran talento interpretativo, sino una extraordinaria intuición para elegir sus proyectos. Al actor canadiense lo encontramos en algunas de las mejores películas que se han hecho en los últimos tiempos. Con Michelle Williams pasa tres cuartos de lo mismo. En cada película se supera, por lo que ambos están entre los mejores y más cotizados actores del momento. Por mérito propio.

La única pega de la película es que una dosis tan fuerte de realidad te deja noqueado. Uno mira al mundo con una pizca más de tristeza después de haber visto Blue Valentine. Quizá Hollywood tenga razón y toda historia debiera terminar tras los títulos de crédito.

martes, 3 de septiembre de 2013

La familia de Pascual Duarte

Cuando la exquisitez está en casa.


Llevaba un tiempo queriendo leer algún buen libro de un escritor español. Quizá el orgullo patrio fuera el causante de que me propusiera aparcar momentáneamente a los Steinbeck, Hemingway, Faulkner, Capote y demás para bucear en la literatura española en busca de un escritor que satisficiera mis apetencias.

Pensé en ir a lo seguro. Un escritor del siglo XX o XXI que tuviera un reconocido prestigio internacional. Y qué mejor para ello que leer la lista de los ganadores de los Premios Nobel. Yendo de más reciente a más antiguo, el primer escritor español que aparece es Camilo José Cela, al que le concedieron el galardón en 1989.

Guardo un recuerdo difuso del escritor gallego, aunque no hace tanto tiempo desde que pasara a mejor vida (fue allá por el 2002). Escritor imponente, de gran cabeza (en todos los sentidos), aparente mal genio (o malafollá como decimos en Granada) y protagonista de algún culebrón más propio de programas del corazón por su relación con Marina Castaño. Desde mi infancia le atribuyo una prosa cargada de palabras malsonantes (algún chiste por ahí comparaba la exquisitez y moralidad de Shakespeare con el lenguaje barriobajero de Cela). Tampoco se me olvida aquella anécdota que atribuyo a él, no sé si acertadamente o no, en la cual sentaba cátedra cuando era reprendido por echar una cabezada en alguna conferencia al explicar la diferencia entre «estar dormido» o «estar durmiendo» (puesto que , como argüía él, «no es lo mismo estar jodido que estar jodiendo»).

Pero no sigamos por ahí; vayamos a lo importante. Total, que había decidido leer a Cela. Eché una ojeada a Mazurca para dos muertos, y prometía. También leí algunos capítulos de La Colmena, y prometía todavía más, aunque preferí aparcar esa novela para tiempos en los que mi cabeza estuviera más centrada. Finalmente, me decidí por su primera novela: La familia de Pascual Duarte.

Un acierto. Tengo que confesar que me sorprendió no encontrar una sola palabra malsonante. También que me parece que su prosa roza la exquisitez, con toques poéticos que hacen de su lectura una verdadera delicia. La historia es dura y en ocasiones cruenta, pero uno se va dejando llevar por la trama con una soltura que le sitúa a la altura de los más grandes. A ello contribuye que la novela esté escrita en primera persona, a modo de confesión, en la que Pascual Duarte va dejando por escrito constancia de su desdichada existencia.

Lo reconozco: me ha encantado. Y el hecho de que sea un escritor español el que me haya conmovido y persuadido con una novela a la que no le puedo poner un solo pero, le da más gracia a la cosa. Como cuando el pequeñín y blancuzco Iniesta perforó la portería de un grandullón como Stekelenburg. Si el que empuja el balón o escribe como los ángeles es un español, la alegría es doble.

Gracias Don Camilo. Por unos días, me ha hecho usted feliz. Descanse en paz. 

domingo, 18 de agosto de 2013

Cartero

¿Por qué me gusta Charles Bukowski?


La primera vez que uno lee a Charles Bukowski es inevitable tener la sensación de que le están tomando el pelo. No cabe en la cabeza que esa forma de escribir tan simple, directa, en ocasiones burda y hasta escatológica pueda ser considerada literatura, incluso literatura de culto.

La primera vez que uno lee a Bukowski le parece que cualquiera puede escribir como él. Sólo hace falta inventar un personaje miserable, un rebelde sin causa, y limitarse a narrar una serie de aventuras salpicadas de alcohol y de sexo. Cuanto más alcohol y más sexo, mucho mejor.

Sin embargo, la primera vez que se lee a Bukowski, uno se sorprende porque no puede dejar de leer y porque acaba siendo seducido inevitablemente por Henry Chinaski, ese antihéroe patético y perdedor, el supuesto álter ego del propio Bukowski, protagonista indiscutible de algunas de sus novelas. Y es cuando se termina el libro, cuando uno se cabrea consigo mismo por haber disfrutado terriblemente con su lectura.

El sentido común nos grita indignado que ninguno de los textos de Charles Bukowski merecería ser publicado, pero sin esos textos siempre habría una parte de nuestra naturaleza humana, la que está cargada de miserias y fracasos, que no tendría una respuesta. El trabajo de Bukowski —por llamarlo de alguna forma— revela nuestra peor condición, lo patética que puede ser y es en ocasiones nuestra vida, y de cómo rebelarse al mundo con desidia y pasotismo.

Cartero, la primera novela de Bukowski, nos cuenta la experiencia autobiográfica del autor durante los doce años que trabajó en la oficina de correos, con todas sus dificultades físicas y psicológicas. Lo bueno de tener un trabajo miserable es que uno arriesga muy poco cuando decide dejarlo. Por eso no sé si tildar de cobarde o valiente la decisión de dejar a sus 49 años su patética carrera profesional para dedicarse a escribir una novela. Así surgió Cartero. El editor John Martin (de Black Sparrow Press) le ofreció un sueldo vitalicio que era justamente la mitad de lo que cobraba en la oficina de correos por abandonar su profesión y dedicarse plenamente a la escritura. Un mes después el ya escritor norteamericano terminaba su primera novela. Fue un éxito arrollador.

Yo ya me he leído tres de sus novelas (además de Cartero, Pulp y Mujeres), y creo que las acabaré leyendo todas. Son perfectas para los aeropuertos, aviones, trenes o autobuses. También para la sala de espera del médico o cuando uno se siente espeso y no le apetece empezar ningún libro. Es tan fácil de leer y engancha tanto que es una alternativa más digna que entretenerse con algún mal best seller.

¿Por qué me gusta Charles Bukowski? Imagino que para aliviar la parte miserable y patética que también llevo dentro. 

martes, 6 de agosto de 2013

Hemingway y Gellhorn

Cuando detrás de un gran hombre hay una mujer que le compite su grandeza.



Antes de ver esta película, telefilme, teleserie, miniserie —o como se quiera llamar— no tenía ni idea de quién era Matha Gellhorn. Sabía que el maestro Hemingway había estado casado en cuatro ocasiones, pero más allá de Hadley, su primera mujer que aparece retratada en la novela París era una fiesta, debo reconocer que desconocía la identidad de sus otras tres esposas.

En Hemingway y Gellhorn, ella brilla con luz propia. No se limita a ser una gran mujer a la sombra de un gran escritor y supuestamente un gran hombre, sino que en demasiadas ocasiones le da una patada en el culo al valiente y aventurero escritor norteamericano. Como si una mujer no pudiera. Como si una mujer no pudiera superar a nada menos que un Premio Nobel.

Lo principal que exijo de un biopic es que sea real, lo más real posible. Nunca sé si se cumple esta premisa, porque no tengo ni tiempo ni ganas de tirar de hemeroteca para conocer todos los detalles de la vida de los personajes que me fascinan. Para eso están los biopic, para que me lo cuenten de forma rápida, aunque no por ello deberían alejarse un solo centímetro de la verdad.

Si asumimos que la película Hemingway y Gellhorn es verídica, entonces resulta fascinante descubrir la vida tan interesante en la que se embarcaron sus protagonistas. Desde España hasta China, ambos pretendieron estar en los principales conflictos de la época en la que les tocó vivir. Ambos fueron apasionados, valientes y obstinados, y ambos trataron de trasladar sus vivencias a la máquina de escribir de la forma más honesta posible. Sin embargo, mientras que él es un escritor inmortal, reconocido mundialmente por sus novelas y relatos, ella ha pasado a la historia en un papel mucho más secundario. Quizá porque su talento con la máquina de escribir no fuera tan grande, o quizá porque muchas mujeres se han visto relegadas a un segundo plano por su mera condición de mujeres.

Ahora no es momento de resolver esa incógnita, sino de hablar de la película. Y para ello habría que comenzar diciendo que aquellos que busquen una gran película, no la vean. No es de lo mejor que se puede ver en pantalla. Tampoco hay ningún aspecto, cinematográficamente hablando, que merezca destacarse especialmente. Las interpretaciones no están mal, pero por ahí he leído que falta química entre los protagonistas. Es probable. A Ernest Hemingway lo interpreta Clive Owen, mientras que de Martah Gellhorn se encarga la australiana Nicole Kidman, que me parece demasiado guapa y sofisticada para las fotos que he visto de la auténtica Gellhorn. Pero bueno, quizá esto sea lo menos relevante.

Lo mejor de la película es la historia que cuenta, tanto la que transcurre en diferentes escenarios y guerras del mundo (España, China, Noruega, Cuba, EE.UU) como la propia historia y guerra que surge entre los dos protagonistas, y a la que no supieron hacer frente (no olvidemos que, después de Gellhorn, Hemingway tuvo una cuarta esposa). Las escenas en las que Hemingway aporrea la máquina de escribir con pasión y disciplina son realmente inspiradoras. Gellhorn se siente impresionada por el escritor norteamericano porque es capaz de levantarse a escribir a las seis de la mañana después de una noche de juerga y alcohol sin que sus capacidades literarias mengüen lo más mínimo. También descubrimos a un Hemingway valiente e interesado por conseguir un mundo mejor. Pero igualmente se retrata el lado oscuro del escritor: machista, mujeriego, amante de la fiesta y en ocasiones de trato rudo e insoportable. Es en ese terreno donde Gellhorn le saca toda la ventaja. Igual de valiente y comprometida con las injusticias sociales que él (o más que él) es capaz, sin embargo, de entregarse fiel y comprometidamente en su relación de pareja, sin condiciones, cosa que a Hemingway se le hace mucho más difícil.

Sin embargo, es él quien ha pasado a la historia. Seguro que no seré el único que no sabía quién era Martha Gellhorn antes de ver esta película.

martes, 23 de julio de 2013

Antes del anochecer

Cuando terceras partes siguieron siendo buenas.



Contar una historia en tres actos no parece fácil. Menos aun cuando median nueve años entre cada uno de ellos. Para más inri, y saltando sin red en ese circo de tres pistas que hasta ahora es la cinéfila vida de Jesse y Céline, cuando la historia se limita prácticamente a una conversación entre sus dos protagonistas.

Esa virguería la consigue con nota el director Richard Linklater, ayudado por sus dos cómplices en esta aventura que dura ya casi veinte años: los ya entrañables Julie Delpy y Ethan Hawke. A estas alturas los actores están tan implicados en el proyecto que ellos mismos participan en la creación de los diálogos. Al fin y al cabo, ellos son la película.

Empecé a ver esta trilogía por la segunda parte (Antes del atardecer). Después vi la primera (Antes del anochecer) y por último, aunque espero que no sea la definitiva, he visto la recién estrenada tercera parte: Antes del anochecer. Creo que mi favorita sigue siendo la segunda, esa deliciosa historia en la que los protagonistas dan un paseo en tiempo real por París mientras se ponen al día de lo que han hecho, lo que no han hecho y lo que les hubiera gustado hacer en los últimos nueve años. Quizá es porque es la que más se ajusta a mi momento vital. O pudiera ser que fuera porque es la más arriesgada y original.

Antes del anochecer, la última de la saga, se desgrana en cuatro secuencias principales: la despedida del hijo del primer matrimonio de Jesse (Ethan Hawke) en un aeropuerto griego, un trayecto en coche con Jesse conduciendo, Céline (Julie Delpy) de copiloto y las gemelas de ambos durmiendo en el asiento de atrás, una comida con amigos que da pie a un cruce de diálogos con la temática habitual de estas películas —el amor y la vida— y la traca final: la devastadora conversación de Jesse y Céline en una habitación de hotel, la última noche de sus vacaciones en Grecia. Creo que en realidad las tres primeras secuencias son una excusa necesaria para contar a los espectadores los nueve años de relación de Jesse y Céline, una vez que el escritor decidiera perder el avión seducido por la personalidad y la dulce voz de Céline a la guitarra.

Porque una vez que el director nos ha dibujado en nuestra mente sus impresiones sobre lo que ha supuesto la concreción, convivencia y desgaste del amor romántico que se inició hace ya cerca de veinte años entre Jesse y Céline, nos suelta a bocajarro la secuencia más complicada, intensa y desesperanzadora que haya visto en los últimos tiempos: una discusión tan real y compleja que se parece demasiado al amor real, y que está bien lejos del que se suele contar en las películas. Es en esa secuencia donde descubrimos que los protagonistas han madurado y crecido, pero que también se han desencantado y han convertido en insufribles sus antaño inocentes defectos. Céline es ahora una mujer cínica y frustrada que se refugia en el feminismo para no reconocerse culpable de que sus sueños de juventud se hayan hecho trizas. Jesse es egoísta y algo irresponsable, que achaca a la fatalidad y a una sociedad decadente el haberse pasado la vida pensando más en el mismo que en los seres a los que supuestamente quería.

Mientras que Céline ve en las frecuentes discusiones de sus hijas gemelas un esperanzador brote de lucha y no sumisión ante la vida, Jesse ve un preludio del fin de la humanidad. Un simple detalle que muestra perfectamente la personalidad de sus padres.

Lo mejor de Antes del anochecer siguen siendo los largos y complejos diálogos de sus dos protagonistas. Lo peor quizá sea la escena de la comida con los amigos. Me parece que extender la profundidad de los diálogos a ocho personas resulta demasiado irreal, aunque es cierto que esta escena le da un toque diferente a la saga. De todas formas, Antes del anochecer es una película para no perderse. Toda la trilogía es para no perdérsela. Esperemos que dentro de nueve años Céline y Jesse vuelvan a aparecer en nuestras vidas. No olvidemos que el amor siempre será eterno mientras dure.

viernes, 19 de julio de 2013

Agnosia

Una buena historia en una película que no acaba de funcionar.


Seguro que si hubiera visto el tráiler de Agnosia antes que la película, se hubiera generado dentro de mí una expectación que, con posterioridad, se hubiera transformado inevitablemente en decepción. A priori parece una película muy interesante: buena fotografía, excelente ambientación y una trama inquietante cuyo eje central es una extraña enfermedad que afecta a la percepción. Todos los ingredientes necesarios para que una película me llame la atención.

Sin embargo, tras ver Agnosia, únicamente puedo concluir con cierta desazón que el resultado final es fallido. La película de Eugenio Mira no está a la altura del guión, que firma Antonio Trashorras, un crítico habitual de la revista Fotogramas. Una vez más estamos ante una historia interesante que no está bien contada. La cinta carece de persuasión, ese elemento tan importante en la literatura y en el cine para que el lector o espectador se crea la historia, por muy inverosímil que sea.

Al fiasco general contribuyen unos actores que —cómo decirlo— no hacen bien su trabajo. Félix Gómez está desastroso, muy poco creíble. De Eduardo Noriega sólo puedo decir que está muy por debajo de sus posibilidades. Posiblemente, la única que se salve, aunque tampoco haga una interpretación para tirar cohetes, sea Bárbara Goenaga. Y sospecho que se salva porque tiene un físico adecuado para el papel, lo cual no puede decirse lo mismo de Félix Gómez y Eduardo Noriega. Nadie, por mucha agnosia que padezca, los confundiría. Menos aún en los momentos de intimidad, aunque sólo sea por la diferencia de altura de los dos actores.

Además de las interpretaciones, falla el ritmo. No puede ser que una trama en la que no falta la acción genere momentos de aburrimiento. Pero sobre todo, hay un problema manifiesto de credibilidad. Y cuando no te crees lo que te cuentan, todo lo demás deja de tener sentido.

Una pena, en los tiempos que corren no andamos sobrados de buenas historias para malgastarlas en hacer una película que no convence, que no emociona, que no persuade. Falla la persuasión, falla la película.

viernes, 12 de julio de 2013

Pedro Páramo

Vine a Comala porque me dijeron que sería feliz.

«En Comala comprendí 
que al lugar donde has sido feliz 
no debieras tratar de volver».

(Joaquín Sabina – Peces de ciudad)


En Comala no he sido feliz, así que debo tratar de volver.

Es cierto ¾confieso con tristeza¾, no he logrado disfrutar plenamente de la novela del mexicano Juan Rulfo. Me he perdido entre las calles de Comala, entre sus personajes, en sus cambios de narrador, en sus historias que dan saltos en el tiempo, en ese realismo mágico del cual esta novela es uno de sus máximos exponentes, pero que a mí me ha confundido.

Pedro Páramo era un libro eternamente pendiente. Mi interés creció a pasos de gigante el día que escuché por primera vez la cita que uso como introducción, el verso de una de mis canciones favoritas de Sabina. Desde ese momento quise viajar a Comala, conocerla, saborear cada uno de sus rincones. Quise intentar ser feliz allí. Ahora que he vuelto de ese viaje tengo recuerdos antagónicos, una mezcla agridulce que hasta que pase un cierto tiempo no voy a ser capaz de digerir. Aunque lo más probable es que tenga que volver a Comala, releer de nuevo Pedro Páramo. Me resisto a no ser feliz en Comala.

Lo que me ha ocurrido con Pedro Páramo no me sorprende. Ya me había pasado con algunos escritores latinoamericanos. Sí, soy uno de esos que no es capaz de terminar Rayuela; Cortázar es un autor que se me atraganta, pese a que en algunos de sus párrafos sienta que toco el cielo. Tampoco pude con Juan Carlos Onetti. Tuve que huir de su Santa María, ese lugar inexistente en el que desarrolló buena parte de su obra literaria. Demasiado caótica para una mente, la mía, que siempre necesita encontrar un sentido.

Supongo que hay sitios que no son para uno. Pero espero sinceramente que Comala no sea uno de ellos. Lo intuyo porque algunas frases del relato no pueden ser más bonitas: «Faltaba para mucho para el amanecer. El cielo estaba lleno de estrellas, gordas, hinchadas de tanta noche. La luna había salido un rato y luego se había ido. Era una de esas lunas tristes que nadie mira, a las que nadie hace caso».

Me contaron que en Comala sería feliz. Pero, por el momento, sólo puedo añadir que «hay pueblos que saben a desdicha». Volveré.

martes, 9 de julio de 2013

El gol de Nayim

El mejor gol de una final.



Hoy voy a hablar de fútbol. Sé perfectamente que abordo un tema recurrente en cualquier charla de amigos, vecinos, compañeros de trabajo, en los informativos…, vamos, en cualquier sitio donde se reúnan personas con ganas de darle a la lengua, especialmente si son hombres. Pero quizá no sea tan habitual tratar de escribir sobre fútbol y darle un cierto toque literario. Aunque hay algunos grandes escritores como Camus o Galeano que nunca se avergonzaron de manifestar abiertamente su pasión por este deporte.

Voy a hablar de fútbol porque una noticia ha destapado el baúl de mis recuerdos. Hace algunos días vi en el telediario que un periodista publicaba un libro con los mejores goles de la historia. Y gracias a esta noticia (por cierto, un poco estúpida) rememoré algunos de los mejores goles que he vivido. Sin despreciar el gol de Iniesta, sin duda el más importante de mi vida porque supuso que España se proclamara campeona del mundo, o el gol de Mijatovic, quizá el que más haya celebrado y que le dio la séptima Copa de Europa al Real Madrid, el gol que voy a tratar de narrar ocurrió hace más de dieciocho años, concretamente el 10 de mayo de 1995, pero se quedó grabado para siempre en mis retinas. Efectivamente, voy a hablar del gol de Nayim, el mejor gol que se haya marcado en una final, el gol que supuso que el Zaragoza le ganara la Recopa al poderoso Arsenal, que defendía título.

Estábamos a falta de treinta segundos para que terminara la prórroga. Todo parecía indicar que se resolvería en los penaltis. Cedrún (el altísimo portero del Zaragoza) jugueteó un poco con la pelota, la plantó en el suelo y le dio uno de esos pelotazos buscando algún fallo en la defesa o simplemente poner la suficiente distancia de por medio entre el balón y la portería que defendía. El balón se pasea tranquilamente por encima de Poyet, bota y va hacia la cabeza de Linighan, que lo despeja erróneamente hacia el pecho de Nayim. La pelota bota de nuevo dos veces y empieza el espectáculo.

Mohamed Ali Amar Nayim (que por lo visto traducido al castellano significa «el afortunado») estaba a cuarenta y nueve metros de la portería. Quedaban apenas unos segundos para que finalizara la prórroga. El propio Nayim confesó que su primera intención fue pasársela al delantero Esnéider, pero vio que estaba en fuera de juego. Después ya no dudó más, aunque nadie se podía esperar que ocurriera algo así. El propio José Ángel de la Casa —el comentarista de Televisión Española— empezó a decir «Y Nayim lo que ha intentado es…» Parecía que la frase acabaría como «…es una locura». Pero Nayim sabía lo que hacía y ni José Ángel de la Casa ni nadie más lo sabíamos. Vio al portero del Arsenal adelantado y lanzó un zapatazo con una parábola perfecta, de ésas que salen sólo una vez en la vida. Seaman, el arrogante guardameta del conjunto inglés, saltó mal, un poco antes de lo que debería y a pesar de tocar la bola, no fue suficiente para impedir que la pelota acabara dentro en la portería.

El partido se había acabado. Todos lo sabían. Y el Zaragoza había ganado la Recopa gracias a un gol prodigioso, de los que nunca se olvidan.

Las reacciones no se hicieron esperar. La cara de imbécil que se le quedó a Seaman no tiene precio. El portero inglés nos caía mal a todos los españoles, aunque no me acuerdo del porqué. El equipo de un entonces joven Víctor Fernández jugaba al fútbol que daba gloria verlo, y mereció ganar aquel trofeo. Yo, que no soy del Zaragoza, me sentí maño por unos días.

El fútbol no es como el baloncesto, que cuando se va a cumplir el tiempo, el jugador lanza la pelota desde donde se encuentre, intentando un triple imposible. En baloncesto algunas veces se logra. En fútbol apostaría a que sólo se ha logrado una vez. Y lo hizo Nayim. Cuando Nayim pateó de forma perfecta el esférico, debió pensar que si uno cree en lo que hace, el triunfo es posible. Aunque parezca lo contrario. Lo mismo debieron pensar en la localidad zaragozana de Trasmoz, que le dedicaron una calle al «Gol de Nayim», al mejor gol que se haya visto en una final.


viernes, 5 de julio de 2013

De ratones y hombres

Un libro para recomendar y no fallar.



¿No os ha pasado que a veces alguien os pide que le recomendéis un libro y no sabéis qué contestar? Suele ocurrir con esas personas que os advierten de antemano: «Pero que no sea muy largo. Alguno fácil de leer». Es entonces cuando uno cae en la cuenta de que sus libros favoritos no son fácilmente recomendables, y le asalta la sospecha de que si se atreve a citar cualquiera de esas novelas que le fascinaron, van a acabar abandonadas irremediable e inmisericordiamente a las primeras de cambio.

Hoy creo que he resuelto ese problema. Por fin he encontrado un libro cortito y fácil de leer, sin que por ello pierda la condición de ser una obra maestra.

John Steinbeck se consolida así como uno de mis escritores favoritos. Los temas sociales que aborda en sus novelas, que suelen centrarse en la Gran Depresión de los años 30, se han vuelto demasiado actuales en los tiempos que corren para no convertirlos en libros de cabecera. Dolorosamente actuales.

Empecé hace algunos años con uno de los trabajos menores del Premio Nobel norteamericano: Tortilla Flat. No estaba mal para empezar, pero todavía estaba lejos de sus mejores trabajos. Después le siguió La Perla, en la cual ya están presentes todos los elementos de su prosa sencilla pero descarnada. Y luego vino lo mejor: Las uvas de la ira y Al este del edén. Ambas son excelentes, a pesar de que Mario Vargas Llosa considere que ésta última, que merece su elogio, es una «mala novela» (ver su fantástico ensayo La verdad de las mentiras).

Y, por último, le ha tocado el turno a De ratones y hombres. Empezó a llamarme la atención cuando Sawyer, uno de los personajes más carismáticos de la serie Lost, la citaba en un par de ocasiones. Incluso se refería a esta novela como su favorita. Como de cuando en cuando me doy el capricho de leer a Steinbeck, consideré que había llegado el momento.

De ratones y hombres me ha parecido sencillamente excelente. A pesar de su brevedad aborda de manera magistral todos los elementos de una buena novela. Y ello combinado con la intensidad y profundidad que suelen tener los grandes relatos. Sinceramente, creo que estamos ante una obra maestra.

La novela cuenta la historia de George y Lennie, dos trabajadores del campo que en plena Gran Depresión van de rancho en rancho ofreciendo sus servicios. El libro es un canto a la amistad, a la esperanza, a la integración, a los sueños, a pesar de que la historia sea dramática y su desenlace terriblemente trágico.

He visto que es uno de los libros que obligan a leer en muchas escuelas de los Estados Unidos. Me parece una elección excelente, no sólo por la agilidad de su prosa, los valores que transmite, sus diálogos excelentes… (¡Ojo!, no quise decir buenos, sino excelentes, magistrales). Es una novela que sin duda puede hacer germinar la pasión por la literatura en los estudiantes norteamericanos. Y no sólo en ellos. En cualquier persona que se decida a sumergirse entre sus páginas.

Por eso, ya tengo el libro perfecto para recomendar este verano. La única pega es que se puede leer en un par de días, y el verano es muy largo. Si así ocurriera, y se encontraran ante un verano desierto de propuestas literarias, vuelvan a pedirme una recomendación.

lunes, 1 de julio de 2013

L'amour dure trois ans (la película)

 algunas películas duran demasiado.


Por regla general, me gusta el cine francés. Desde las ingeniosas comedias en las que no puedo parar de reír (como por ejemplo La cena de los idiotas), hasta sus fábulas modernas, como el caso de Amélie. Lo último del país vecino que he visto en el cine creo que ha sido Intocable, esa deliciosa comedia dramática que hace reír y llorar a partes iguales, y que, sobre todo, me conmovió hasta lo más profundo de mis entrañas.

Por eso, y porque me encanta ver las películas francesas en versión original, tenía ciertas esperanzas de disfrutar del viernes por la noche viendo L'amour dure trois ans.

No había leído ninguna crítica. Soy de los que piensan que uno puede darse el lujo, de vez en cuando, de perder un par de horas con la compañía de una mala película. Con los libros soy más exigente; si una novela me va a acompañar durante algunos días, qué menos que merezca la pena. Quizá por eso lleve mucho tiempo en el que prácticamente sólo leo a los clásicos.

Había además otra razón para ver la cinta francesa. Aunque la novela 13,99 euros de Frédéric Beigbeder (ver crítica aquí) no me había terminado de convencer, me parecía que una película basada en otra de las novelas de este autor (y dirigida por él mismo) debía ser, cuanto menos, divertida. Y creo que eso es lo que buscaba: una película divertida, sin pretensiones, pero que me hiciera pasar un buen rato.

Por todas estas razones me tragué la película hasta el final. En ningún momento pensé en dejarla, pero cuando terminó, tuve esa amarga sensación de haber perdido esas dos horas. Concretamente, 98 minutos que dura la cinta. Afortunadamente, duró bastante menos que el amor.

Desgraciadamente no hay mucho que decir sobre ella. El guion es muy flojo y, a partir de ahí, todo los demás deja de tener sentido. La película se desmorona inmediatamente como un castillo de naipes. Demasiados tópicos en una misma historia (el hombre que no cree en el amor que acaba perdidamente enamorado, el amigo fanfarrón y follarín que acaba descubriendo que el amor de su vida es otro hombre, y así hasta la saciedad). Incluso el final, supuestamente sorprendente, me dejó totalmente frío. Sin mencionar que ese final me recordó sospechosamente al de una de las novelas de Michel Houellebecq. De hecho, todo el estilo de Frédéric Beigbeder me recuerda demasiado al del señor Houellebecq y al de Charles Bukowski, el cual aparece incluso al principio de la película a modo de «experto en el amor» que es entrevistado. El problema es que empiezo a creer que F. Beigbeder tiene infinitamente menos talento que cualquier de los otros dos.

En resumen, creo que se le está dando demasiada cancha al publicista, después escritor y ahora también director francés. Algo de talento parece tener, pero intuyo una carrera excesivamente corta. Al menos en el campo de la literatura y del cine. Pero nunca se sabe. En esta sociedad del espectáculo, es posible que «su arte» sí tenga cabida, que dure más de lo que, en la tesis propuesta por la película, dura el amor.

viernes, 28 de junio de 2013

París era una fiesta

Pasión y disciplina.



¿Cuánto cree usted que cobraría Hemingway, si aún viviera, por dar una conferencia?

Imagínese que aquel 2 de julio de 1961 el escritor norteamericano no se hubiese quitado la vida con su escopeta favorita. Imagínese que a sus más de cien años aún estuviera vivito y coleando y en pleno uso de sus facultades mentales. Imagínese que Hemingway, como otros muchos, se ganara la vida impartiendo conferencias en las universidades más prestigiosas del mundo desarrollado.

He leído que Aznar o Clinton cobran más de 250.000 dólares por conferencia. En estos tiempos mercantilistas la política prima sobre la literatura, pero aun así estoy seguro de que Hemingway podría sacar una buena tajada si se dedicara a contar sus historias a quien estuviera dispuesto a escucharlas.

Esto nos lleva a la última pregunta: ¿Y cuánto estaría usted dispuesto a pagar por escuchar al escritor relatar sus años mozos en París, entre 1921 y 1926, cuando era pobre pero feliz? Si además nos contara anécdotas y cotilleos sobre otros escritores con los que compartió cafés y aventuras, como Scott Fitzgerald o Ezra Pound, o sobre tantos artistas que pulularon por el París de entonces, seguro que hasta sería un invitado de excepción en los programas del corazón.

Hemingway murió, pero lo mejor de él, su literatura, continúa viva. Y por el módico precio que supone comprar una novela, que además no está de moda y por tanto no es cara, uno puede conocer con todo lujo de detalles cómo era la vida del escritor norteamericano en la ciudad que cobijó a los mejores artistas y escritores de la época. No hace falta ir a una conferencia, porque Hemingway lo puso por escrito. ¡Y qué bien puesto por cierto!

Esta introducción tan larga me ha servido para contar básicamente en qué consiste la novela póstuma del Premio Nobel norteamericano, que se llamó A moveable feast, y que alguien tradujo en España como París era una fiesta.

Diría que esta novela es imprescindible para los aspirantes a escritores, porque toda ella está impregnada de la pasión por la literatura y la escritura que siempre tuvo Hemingway. Pero, sobre todo, porque desmitifica que en aquel París de vida bohemia, todos los escritores se dedicaran únicamente a emborracharse y a frecuentar lugares de mala muerte. Para Hemingway su vida era principalmente su trabajo, y su trabajo no era otro que «aprender a escribir en prosa». Todo lo demás gira en torno a ese aprendizaje, como la Tierra gira alrededor del Sol, sin desviarse más que lo justo. Si a la pasión le unes la disciplina, el éxito está asegurado.