Cumplir
un sueño de la infancia.
¿Qué quieres ser de
mayor? Que levante la mano quien pueda asegurar que durante su infancia no fue sometido
al molesto interrogatorio sobre la profesión a la que le gustaría dedicarse
cuando dejase de ser un crío. Estoy seguro de que nadie puede afirmar
abiertamente que jamás le hicieron esta pregunta.
Y aunque las
respuestas deberían ser tan diversas como ocupaciones laborales existen, cuando
yo era un chaval, la mayoría de los niños contestaban que querían ser
astronautas. Yo no puedo recordar mi respuesta. Reconozco que siempre me han
incomodado y fastidiado las preguntas inoportunas.
Los niños tienen la
grandísima suerte de no tener que vivir en el futuro. Para ellos todo es
presente, o mejor dicho, todo es el momento, ese instante en el que están
viviendo. Pueden pasar rápidamente de la risa al llanto, del entretenimiento al
aburrimiento, de la actividad frenética al sueño más profundo. Y los adultos,
que andamos con la cabeza en cualquier otro momento distinto al que estamos
viviendo, nos empeñamos en estropear uno de los más bonitos privilegios que
tiene la infancia.
Pero volvamos a la
respuesta. Ni yo, ni ninguno de los chavales que fueron niños cuando yo, podríamos
haber citado el nombre de ningún astronauta famoso. Ni siquiera ahora soy capaz
de dar más de media docena de nombres. Españoles únicamente podría mencionar a
Pedro Duque y a Miguel López Alegría, ese tipo que pese al nombre castizo hablaba
peor español que un guiri en un recital flamenco.
De haber visto la
película Gravity, de la que voy a hablar
hoy, es posible que los que respondían tan alegremente lo de astronauta se lo
hubieran pensado dos veces. Porque la película no cabe duda de que tiene sus
defectos, que los tiene, pero creo que nunca he sentido la experiencia de estar
en el espacio de una forma tan real como durante el transcurso de la cinta.
Gravity,
a la que yo hubiera llamado A la deriva,
es un prodigio visual. Las escenas de la
Tierra son realmente maravillosas. El espectador queda sobrecogido, porque mientras uno
está viendo Gravity, siente en todo
momento que realmente está en el espacio. Aunque probablemente sea el tipo de
película que si no la ves en el cine, y en 3D, pierda la mayor parte de su
encanto, porque el guión, que lo tiene, no cuenta más que una historia de
superación personal que pone a prueba el instinto de supervivencia. Y eso ya lo
hemos visto muchas veces.
De las
interpretaciones es un poco difícil hablar. Los dos únicos protagonistas se
pasan casi todo el tiempo enfundados en sus trajes de astronauta. Y así resulta
difícil evaluar su trabajo. George Clooney, en el papel de Matt Kowalsky, hace
creíble su personaje. El señor Clooney es un tipo que parece realmente
encantador. Y así se nos muestra a Matt Kowalsy. En cuanto a Sandra Bullock,
que normalmente no me gusta, tampoco puedo ponerle muchos peros. Ambos están
correctos en una película que pese a tener dos únicos actores, no es una
película de interpretaciones.
Tampoco, como ya he
comentado anteriormente, importa demasiado el argumento. Los traumas de la
doctora Ryan Stone (el personaje de Sandra Bullock) podrían haberlos dejado
fuera del guión sin que pasara absolutamente nada. Respecto a sus traumas, que
no desvelaré, únicamente me ha gustado el juego de que surgen de la mala
suerte, de un desgraciadísimo y absurdo accidente y, sin embargo, durante toda
la película ella está tocada por una varita que reparte más suerte que el calvo
de la lotería de Navidad. O, como dirían algunos, «ha nacido con una flor en el culo».
Si la película no
tiene demasiado argumento y las interpretaciones no llaman la atención, ¿por
qué me ha gustado Gravity? Porque
durante los 90 minutos que dura, he cumplido el sueño de la infancia de los
niños de mi generación: me he sentido como una astronauta que viaja por el
espacio exterior. He sentido el silencio, he sentido la grandeza de saberse
pequeño, he sentido la inmensidad del universo. Solo por eso merece la pena
verla.