viernes, 31 de mayo de 2013

Hitchcok: la película sobre cómo se hizo Psicosis

Los viernes por la noche me encanta ver una película. De poder consumar este acto, inmediatamente se convierte en uno de mis momentos favoritos de la semana. El viernes pasado pude llevar a cabo mi propósito. En esta ocasión, la película elegida fue Hitchcok, del director Sacha Gervasi.

Mis expectativas no eran demasiado altas. Las críticas que había leído me predisponían a una película del montón, de las muchas que he visto, de ésas que transcurren sin pena ni gloria y que son pronto presa del olvido. Aun así tenía ganas de verla, ya que la atracción que suponía ver un biopic del genial Alfred Hitchcok —si no es mi director favorito, al menos es uno de ellos— superaron cualquier reticencia y me senté delante del televisor con firmes deseos de disfrutar plenamente de mi viernes por la noche.

El resultado final, efectivamente, no puede ser considerado una obra de arte, pero la curiosidad por conocer los detalles que supusieron el rodaje y distribución de una de las mejores películas de terror de todos los tiempos, Psicosis, hace que sin duda merezca la pena la visión de la cinta.

No pretendo hacer una crítica convencional, así que no hablaré de la actuación de Anthony Hopkins en el papel del cineasta, el cual no sé si bien por obra de un maquillaje que estuvo nominado a los premios Óscar y BAFTA o bien por la solvencia del actor, casi siempre nos recuerda que estamos ante la figura del maestro del suspense que tantas veces hemos visto por televisión. Tampoco hablaré de la siempre eficaz interpretación de Helen Mirren en el papel de la esposa de Hitchcok (y parece ser que corresponsable intelectual de la maestría de sus cintas), ni de las siempre estupendas (al menos en cuanto a dotar de belleza a los fotogramas) Scarlett Johansson y Jessica Biel.

Únicamente me quiero centrar en tres aspectos que me han parecido especialmente curiosos y fascinantes:

·          La escena de la reunión con la oficina de censura.
Por lo visto Psicosis fue la primera película en la que los censores estadounidenses permitieron la aparición de un váter; incluso permitieron que éste apareciera en funcionamiento. En los tiempos que corren, esta anécdota provoca ganas de reír. No hay duda de que los tiempos han cambiado. Pero si uno lo piensa dos veces y se imagina lo que tuvieron que soportar algunos cineastas con talento para poder obtener el sello que daba vía libre a la distribución de una película, y que quedaba en manos de una pandilla de ignorantes a los que algún imbécil de mayor rango había concedido dicho poder... Quizá no hayan cambiado tanto los tiempos.

·          La escena de la ducha.
Sin duda, la escena de la ducha ha contribuido a que Psicosis sea una de las películas más recordadas de la historia del cine. Al igual que Tiburón hizo que naciera en los espectadores el miedo a bañarse en el mar, Psicosis provoca en el que la ve una inquietante sensación cada vez que se mete en la ducha. No en vano, la actriz protagonista de la escena, Janet Leigh, quedó traumatizada tras ver el montaje, y no se duchaba a menos que se sintiera absolutamente protegida. Esta escena ha hecho mucho daño a la higiene personal, y no me cabe duda de que las actuales mamparas minimalistas y transparentes de los hoteles se idearon para evitar el síndrome Psicosis, que nos hace imaginarnos a Norman Bates vestido de abuela detrás de la cortina de la ducha de cualquier hotel, especialmente si es un motel de carretera. Para que los espectadores alcanzáramos la psicosis total en torno al momento de la ducha contribuyó sin duda la espeluznante ¿música? de Bernand Hermand.

·          El manual para vender la película que ideó Hitchcok.
Esto fue sin duda una brillante campaña de promoción surgida de la mente de un genio, no únicamente desde el punto de vista cinéfilo, sino también desde el punto de vista empresarial. Hitchcok dio una serie de instrucciones detalladas a los cines para la retransmisión de la película, lo que contribuyó a generar una enorme expectación en torno a sus proyecciones. Cualquier artista que pretenda vender su obra debería tomar nota de las lecciones magistrales de márquetin que nos dio el maestro del suspense.

Para todos aquellos que, como a mí, le han entrado ganas de ver de nuevo Psicosis, aquí les dejo su escena más famosa. Permítanme un consejo: si tenían pensado ducharse, háganlo antes de verla…


jueves, 30 de mayo de 2013

Uso y disfrute de la palabra «carajo»

Hay palabras que uno querría —y debería— usar más a menudo. Una de ellas es «carajo». De hecho, esta es la primera vez que la utilizo en un medio escrito, y juraría que hasta la fecha esta palabra jamás ha salido de mi boca.

La acepción del diccionario para este término que más me interesa no es la primera, aquella que dice que «carajo» es un sinónimo del miembro viril. Si fuera así, lo verdaderamente interesante de esta palabra sería el disfrute que se hace de ella, y no es mi intención entrar en estos momentos en una vulgaridad semejante. La acepción que me interesa es aquella interjección que, tal y como dice la RAE, sirve para expresar disgusto, rechazo, sorpresa, asombro, etc. No cabe duda de que la creciente indignación que me sacude por dentro merece que me tatúe en la frente que ya está bien de abusos —que no de usos— y de escupir a la cara a más de uno cualquier expresión que incluya esta palabra, como por ejemplo: «¡Vete al carajo!».

Quizá esta palabra me fascine por su fuerte sonoridad. En realidad, todas las palabras que incluyen la letra «j» son fonéticamente muy contundentes. O pudiera ser que el haberla escuchado en repetidas ocasiones en los labios del maestro Joaquín Sabina —él la utiliza en acepciones que ni siquiera el diccionario recoge— haya contribuido a que atribuya un cierto cariz de canalla y rebelde a aquel que se atreve a pronunciarla en público.

Por eso, en estos tiempos en que la corrupción, la codicia y la cobardía se han instalado en todos los estamentos de poder de nuestra sociedad, lo único de lo que quedan ganas es de atacar con el arma del lenguaje y mandar al carajo a todos aquellos que abusan del dinero de todos para su propio disfrute.

Permítanme que lo repita a modo de imperativo, y en plural: ¡Váyanse al carajo!

Puede que usar esta palabra no sirva para nada, pero os aseguro que, siendo mi primera vez, he disfrutado haciéndolo.

martes, 28 de mayo de 2013

El club de los imbéciles

No fue hasta los dieciséis años cuando descubrí que era un imbécil.

Al principio no quise asumirlo; no es plato de buen gusto calificarse a uno mismo con un adjetivo que designa a aquellas personas que destacan por su falta de inteligencia o su escasez de razón. Pero cuando la verdad te asalta en un callejón oscuro, y te pone entre la espada y la pared, no siempre es posible una huida, ni siquiera una mentira piadosa.

El juez instructor de mi caso dictó sentencia: no cabía duda, era un imbécil. Pero no uno de esos imbéciles que dejan preñada a la chica y luego no quieren saber nada de ella; tampoco uno de esos imbéciles que salen por la tele y que cada vez que abren la boca dan tres patadas al diccionario y cuatro al sentido común. Ni siquiera uno de esos políticos imbéciles que nos embarcan en guerras absurdas con el único fin de ser más ricos y poderosos. No, yo no era uno de ellos.

Sin embargo, cuando aquel marzo de 1993 me asomé a la ventana de clase, para contemplar estupefacto cómo Alicia —la única persona por la que hubiera regalado mi alma al diablo— se besaba en el patio del colegio con Lucas, el macarra guaperas del instituto, supe que entraba por la puerta grande y por derecho propio en el club de los imbéciles. Un club que, por cierto, nunca he tenido el coraje de abandonar.