lunes, 20 de octubre de 2014

La canción del espantapájaros

Hay canciones que nunca se desgastan.

Algunas preguntas tienen fácil respuesta. Otras no tanto. Quizá por eso hay quien es capaz de mencionar el libro o película que más veces ha leído o visto. Sin embargo, ¿quién puede citar la canción más escuchada a lo largo de su vida? 

Puede que sea sencillo si únicamente nos centramos en un periodo vital concreto. Por ejemplo, este verano la que se llevaría el gato al agua, en mi caso y para mi desgracia, es Bailando, de Enrique Iglesias. En pleno mes de agosto, en un pub a pie de playa, llegaron a ser cinco las veces que sonó la canción en un intervalo inferior a las dos horas, ufff... Pero si la pregunta hace referencia a toda una vida, eso es harina de otro costal. Lo confieso: no tengo ni la más remota idea.

Formulemos la cuestión de otra forma, para tratar de averiguar al menos la canción que más veces he cantado. En este caso, me atrevo a aventurarme a dar una respuesta certera. Obviando el Cumpleaños feliz y otras melodías por el estilo, creo que la ganadora es La canción del espantapájaros, de 091.


Es posible que muchos no conozcan a este grupo granadino de los años 80 y 90 que, fuera de los círculos locales, no llegó a tener todo el éxito que merecían. Para ellos decir que en la provincia de Granada, donde vivo, 091 sigue considerándose un grupo de culto. No soy el único que opina que las canciones de José Ignacio Lapido están entre las mejores que se hayan compuesto en este país, no solo por la música, sino también por sus inconfundibles letras. El talento brutal de Lapido junto a la desgarradora forma de interpretarlas de José Antonio García —conocido entonces como el Pitos—convirtieron muchas de estas canciones en auténticos himnos. Tampoco debería olvidar al resto de la banda. Aunque 091 tuvo algunos cambios de nombres a lo largo de su historia, nunca perdió ni su esencia ni un ápice de calidad.

El otro día tuve ocasión de volver a escuchar y cantar La canción del espantapájaros. Fue en el concierto de presentación del disco Cuatro tiros por cabeza, un álbum escrito por muchas manos pero que tiene dos protagonistas fundamentales: José Antonio García, el ya mencionado ex vocalista de 091, y El Hombre Garabato, grupo de pop-rock granadino que ya tiene en su haber un puñado de buenas canciones y un sonido cada vez más propio e inconfundible, como suele caracterizar a las grandes bandas de todos los tiempos.

Aquí tengo que detenerme para contar que fue uno de esos conciertos mágicos, que recordaré lo que me queda de vida. La primera parte estuvo dedicada a la presentación de las canciones del disco compuestas e interpretadas por El Hombre Garabato, que intercalaron con otros temas de sus otros álbumes: El héroe más cobarde y La vida y otros defectos. En la segunda parte del concierto fue cuando entró en acción José Antonio García, para interpretar las canciones que han escrito para él músicos tan ilustres como José Ignacio Lapido o Antonio Arias (otro ex de 091 y de Lagartija Nick), además de los temas surgidos de la interesante fusión entre José Antonio y El Hombre Garabato.

Y en estas estábamos, disfrutando de un increíble concierto en un lugar perfecto, la sala La Expositiva de Granada, cuando José Antonio y los integrantes de El Hombre Garabato (Nico Hernández, Óscar Gallardo y demás), se bajaron del escenario, se olvidaron de los micros y altavoces y se pusieron a cantar entre amigos, quizá como forma de agradecer a los presentes haber sido cómplices de que este proyecto llegara a buen puerto —el concierto era una recompensa a los mecenas que financiamos el disco a través del micromecenazgo—. En pleno patio de butacas (por así llamarlo) llegó La canción del espantapájaros, con José Antonio haciendo el solo de armónica y acompañado por Óscar y Nico a las guitarras. En su versión acústica, tal como se hiciera en los últimos conciertos de 091 en Maracena, mucho más intensa y emocionante que la versión original, más rápida y rockera.

De nuevo, me desgañité cantando La canción del espantapájaros. Demasiados recuerdos acudieron a mi cabeza. No fui el único. En el ambiente empezó a tejerse una inevitable y agridulce añoranza por 091, ese grupo que un mal día se marchó y nos dejó un poco huérfanos de mitos locales. Ojalá un buen día les dé por juntarse. En ese caso, no estaría mal que tuvieran como teloneros, o compañeros de escenario de pleno derecho, a El Hombre Garabato. Sería una estupenda noticia para todos.

Mientras tanto, seguiré desenfundando la guitarra de cuando en cuando para recordar el himno al espantapájaros que piensa en cosas que nunca hemos pensado. Tantas veces la he cantado que también la siento mía. Es lo que tienen las canciones inmortales, que dejan de pertenecer a sus autores y pasan al patrimonio personal de cada uno. Y ahí no hay SGAE ni compañía discográfica que pueda beneficiarse de esos derechos de autor. Cada vez que he cantado esta canción ni Lapido ni José Antonio García han recibido un duro, así que me siento en el deber de expresar mi gratitud hacia ellos por ser creador e intérprete de una canción que, por mucho que pase el tiempo, nunca se desgasta. Muchas gracias.

(Y aunque la calidad del vídeo no sea óptima, les dejo un fragmento del momento referido).

lunes, 29 de septiembre de 2014

El disputado voto del señor Cayo

Volviendo a los orígenes.

Hay libros que te acompañan desde la infancia, incluso sin haberlos leído. Es el caso de El disputado voto del señor Cayo. Recuerdo desde siempre haber visto la novela de Miguel Delibes en la biblioteca de mis padres. Siendo un mocoso, me llamaba la atención su título, tan pomposo, tan sonoro, tan intrincado. Ahora que por fin la he leído, he descubierto que el título pudiera resultar engañoso. Aunque el protagonista por excepción sea el señor Cayo, y el motivo de su aparición en escena sea conseguir el voto de él y sus vecinos, no hay tal disputa, la ambición electoralista de los personajes que van a visitar al señor Cayo va diluyéndose conforme se van dando cuenta de la singularidad de la personalidad y vida de este individuo, cuando comprenden que los habitantes del mundo rural no necesitan sus políticas.

Ahora es un problema de opciones, ¿me entiende? Hay partidos para todos y usted debe votar la opción que más le convenza. Nosotros, por ejemplo. Nosotros aspiramos a redimir al proletariado, al campesino. Mis amigos son los candidatos de una opción, la opción del pueblo, la opción de los pobres, así de fácil.
El señor Cayo le observaba con concentrada atención, como si asistiera a un espectáculo, con una chispita de perplejidad en la mirada. Dijo tímidamente:
Pero yo no soy pobre.
Rafa se desconcertó:
¡Ah! dijo entonces usted, ¿no necesita nada?
¡Hombre!, como necesitar, mire, que pare de llover y apriete el calor.

Esta novela me ha servido para redescubrir que la pluma de Delibes es garantía de calidad. En su día ya me habían encantado El camino y El príncipe destronado, pero por alguna razón que no puedo explicar, al menos de forma coherente, no me había animado a continuar con sus otras obras. Ahora me anoto la tarea casi como una obligación.

El disputado voto del señor Cayo empieza en plena vorágine electoral. Año 1977. Se acercan las primeras elecciones democráticas y en la sede de un partido político se programan las últimas actuaciones para arañar votos. Todo son prisas. Dos candidatos y un militante son enviados a hacer campaña a tres pequeños pueblos del norte de Castilla. En el primero de ellos, Cureña, únicamente habitan tres personas: el señor Cayo, su mujer sorda y otro vecino, enemistado con el señor Cayo por alguna supuesta rencilla pasada. Cuando los tres representantes del partido se encuentran con el señor Cayo descubren una realidad —la del medio rural— muy distinta de la que ellos conocen. Para uno de ellos, Víctor Velasco, el principal candidato, es fascinante y reveladora, mientras que para los otros dos, Rafa y Laly, más jóvenes, es una realidad incomprensible, llamada a extinguirse en el proceso irremediable del abandono rural.

Uno de los aspectos más interesantes de esta obra es la transformación que sufre el candidato a diputado, que, entre otras reflexiones, le lleva a cuestionarse su papel en la sociedad. El choque cultural es otro de los elementos más destacados de la novela, así como la diferente percepción de la vida, incluso las diferencias en el uso del lenguaje entre los políticos de ciudad y el hombre de campo.

Me ha gustado que toda la acción de la novela transcurra en apenas veinticuatro horas, ya que como lector he tenido la sensación de haber experimentado un viaje mucho más largo, desde el momento en que se abandona la prisa de la ciudad y uno se sumerge en un concepto diferente del tiempo, el que dicta la naturaleza y que rige los hábitos del señor Cayo.

Mi conclusión es que es una novela de lectura obligatoria. No solo por su excelente prosa —aunque en algún sitio he leído que es una obra menor de Delibes—, sino porque refleja algunas características de los tejemanejes políticos muy reveladores, y porque, ante todo, es una oda a las personas que viven realmente con los pies en la tierra, cuyo esfuerzo y trabajo les da (literalmente) de comer, que permanecen ajenos a otras realidades, no ya la de los políticos, sino de la gente de ciudad. Un mundo que, sin embargo, se mueve bajo la dictadura del pensamiento urbanita.

Alguna vez escuché a un niño decir que la leche viene del Mercadona. Efectivamente, uno la compra en el Mercadona y puede beber leche sin haber visto una vaca en toda su vida. Es una realidad incuestionable. Sin embargo, como bien plantea Víctor, el candidato político, si hubiera una bomba que destruyera el mundo, «El señor Cayo podría vivir sin Víctor, pero Víctor no podría vivir sin el señor Cayo». La realidad alejada del mundo rural sigue siendo una realidad, como encontrar leche en el Mercadona, pero es una realidad transformada por los seres humanos. En su origen, se asemejaba mucho más a la del señor Cayo. Y no está bien olvidar los orígenes…

lunes, 25 de agosto de 2014

En el camino

Una oda al movimiento.

Hay libros que se cruzan en tu camino de forma recurrente. De cuando en cuando son mencionados en algún periódico, una revista, una película… Son los libros que tarde o temprano sabes que tendrás que leer, aunque solo sea por el placer que da oír hablar de algo que conoces.

De esta guisa irrumpió la novela En el camino. Un artículo por allí, una cita por allá hasta que, un día cualquiera, decidí que había llegado el momento de leerla. A pesar de las innumerables referencias que me habían llegado, solo recordaba de ella lo típico, que es un clásico de la literatura norteamericana, una novela de culto y uno de los máximos exponentes de la generación beat, en la que además de Jack Kerouac —su escritor—, podemos encontrar a Allen Ginsberg y William Burroughs. Como En el camino tiene tintes autobiográficos, la historia que cuenta está protagonizada por todos ellos, además de, seguramente, el personaje por antonomasia de la novela, un tipo bastante peculiar que en la vida real se llamó Neal Cassady y que en el libro aparece con el pseudónimo de Dean Moriarty. De hecho, una de sus frases más célebres está entre sus primeras hojas: «Con la aparición de Dean Moriarty empezó la vida que podría llamarse mi vida en la carretera».

La novela trata precisamente de eso, de la alocada vida en la carretera del narrador Sal Paradise —el álter ego de Kerouac— junto a Dean Moriarty y otros amigos, chicas, autoestopistas y vagabundos de diversa índole. La obsesión de Dean es estar en constante movimiento, y a esta aventura vertiginosa son arrastrados todos los demás. De hecho, la atrayente, seductora y carismática personalidad de Dean es uno de los principales atractivos de la novela. Junto a estas cualidades, el personaje que supuestamente esconde a Neal Cassady presenta algunas facetas oscuras que el narrador pone sobre el tapete sin crítica ni censura. Todo ello conforman a un personaje que se ha convertido en el paradigma de los beatniks y de los, hoy tan de moda, hipster. Pero más que un look determinado—la mayor parte de la novela este pionero del movimiento hipster viste con ropa sucia y desgastada o abre la puerta de casa en calzoncillos o desnudo—, Dean Moriarty representa una forma de vivir, en la que lo importante es maravillarse por todo, descubrirlo todo, extraer cada gota de intensidad a la vida, sin mirar atrás ni asumir las consecuencias derivadas de tus acciones. Y, para ello, es inevitable estar en constante movimiento.

Una de las características más originales que se atribuye a esta novela es el estilo en que está escrita que por lo visto se define como bop, y que surge mediante impulsos, de forma desinhibida, espontánea, improvisada, tratando de reflejar lo más fielmente la vida frenética de sus protagonistas, su vagabundear a lo largo y ancho de los Estados Unidos. Precisamente, sobre el proceso de escritura de la novela se ha dicho y escrito mucho: la explosión creativa que supuestamente llevó a Kerouac a redactar las más de trescientas páginas en tres semanas, la influencia de las drogas, el manuscrito original sin márgenes ni puntos y aparte de 36 metros de largo al que el escritor denominaba ‘el rollo’, etc.

Como anécdota, decir que parece ser que En el camino ayudó a la mitificación de la archiconocida ruta 66. No en vano, son multitud las ciudades y estados norteamericanos retratados en esta novela —Nueva York, San Francisco, Nueva Orleans…—, aunque, en mi opinión, es especialmente interesante el último viaje, la incursión de sus protagonistas en México.

Lo mejor que para mí tiene En el camino es que te insufla ganas de vivir intensamente, de viajar, de descubrir otros lugares e incluso de encadenar una juerga detrás de otra. Lo peor es que cuando cierras el libro te asalta de nuevo la normalidad, la rutina, la responsabilidad. Es, sin duda, una buena novela para evadirse; un libro que, en mi opinión, está lejos de los grandes clásicos de la literatura, pero que tiene bastante interés, no solo literario sino, sobre todo, porque refleja un espíritu y una época que nunca pasará de moda. En el camino es, ante todo, una oda al movimiento.

miércoles, 30 de julio de 2014

More than words

La canción que siempre quise componer.

Durante muchos años fui adicto a tocar la guitarra. El instrumento era un inmejorable y fiel compañero de fatigas; me ayudaba a reconciliarme con los fracasos de la vida y me devolvía la serenidad perdida. En esas horas de rehabilitación, encerrado entre las cuatro paredes de mi habitación, me enganchaba una y otra vez a la tarea de rozar el nailon de las cuerdas con mis dedos tratando de hacer brotar una canción. Algunas de ellas, o quizá tendría que decir la mayoría, las he desterrado al fondo de un cajón que ya nunca se abre. Pero otras las toqué y retoqué tantas veces que ni siquiera los años de silencio (musicalmente hablando) han logrado que mi memoria muscular las olvide. Una de estas canciones inolvidables, y quizá la que mayor satisfacción me dio aprender a tocar, fue More than words, de Extreme.

Recientemente la he vuelto a escuchar en la radio. Fue con motivo de una serie de conciertos que daba el grupo estadounidense en España. Siendo sincero, debo reconocer que nunca me interesó ninguna otra canción de este grupo. Pero también tengo que admitir que esta es una de las canciones que mayor obsesión me provocaron durante unos años en los que, todo hay que decirlo, me resultaba fácil obsesionarme con una canción.

Me costó sangre, sudor y lágrimas pillar el ritmo de More than words. Los acordes no eran excesivamente complicados; mis sesiones de copioterapia con Silvio Rodríguez ya me habían habituado a estirar los dedos de mi mano izquierda hasta límites insospechados, como si fueran un acróbata buscando el punto de apoyo preciso en el mástil de la guitarra. Pero coger el ritmo a More than words fue harina de otro costal. Cada vez que pensaba que ya lo tenía, volvía a escucharla y me daba cuenta de que no era exactamente igual. Así una y otra vez, en una frustrante sucesión de intentos fallidos. Todavía hoy siento que la forma de tocarla de Nuno Bettencourt, el guitarrista portugués de Extreme, es diferente. Para mí, es en el ritmo de esta canción donde se encuentra su aquel, entendiendo por ‘aquel’ esa cualidad que no se acierta a decir.

Muchas veces he pensado que la grandeza de una canción pop o rock se mide en lo bien que suena cuando únicamente se toca con una guitarra. Cuando desaparece la batería, el bajo, los teclados y las guitarras de acompañamiento, y solo queda la canción desnuda y sin artificios, es donde podemos calibrar realmente su calidad artística. Probablemente este pensamiento mío no sea más que una solemne tontería, porque hay canciones magníficas que lo son gracias a la armoniosa conjunción de instrumentos. Pero algo dentro de mí, cuando escucha una de estas canciones perfectamente orquestadas, sigue preguntándose cómo sonaría simplemente con una guitarra.

En More than words solo hacen acto de presencia la guitarra de Nuno y la voz de Gary Cherone, cantando en una tesitura que yo jamás he conseguido alcanzar. Esa era la única pega de la canción. Cuando ya logré que mi guitarra sonara algo bastante parecido a lo que hacía Nuno, me resultó imposible cantarla en el tono en el que lo hacía su intérprete. Pero bueno, también ahí radica el encanto.

Por todo esto, y por muchas otras razones que soy incapaz de expresar, More than words tiene algo mágico. Es tan sencilla y bonita que uno se pregunta por qué el talento de componerla tuvo que recaer en otras personas, en otros que no eran yo, aunque de escucharla y escucharla acabara haciéndola mía.

No voy a hablar de la letra. Es una de esas historias que dan lugar a varias interpretaciones, según uno se sienta más romántico o más cínico. A pesar de que estuviera en inglés me la aprendí de memoria. Pero en aquel momento la letra era lo de menos. En realidad, me importaba un comino. Daba igual lo que dijera, era la música la que me embriagaba.

A veces, desenfundo la guitarra y toco More than words. Se la canto a mis niños, y les gusta. Ellos no tienen ni idea ni de acordes ni de instrumentos ni de artificios. Pero cuando les canto esta canción, muchas veces se callan y sonríen. Es lo que tiene la música. Es capaz de conmovernos por encima de cualquier entendimiento.


lunes, 16 de junio de 2014

Las partículas elementales

La mejor forma de provocar es contar la realidad.

No siempre es fácil decir si te ha gustado o no una novela. En ocasiones uno cierra el recién terminado libro y se queda un rato meditando sobre las sensaciones que quedan, sobre las ideas y sentimientos que fluyeron durante el tiempo empleado en su lectura. Las partículas elementales, de Michel Houellebecq, es una de estas novelas. El tiempo dirá si el poso que dejará en mi cabeza sobrevivirá a la implacable destrucción del olvido o si la harán merecedora de una relectura en un futuro más bien lejano.

No es lo primero que leo del enfant terrible francés. Considerado por algunos como el último escritor maldito, reconozco que su literatura me engancha, pero que no me termina de convencer. El pesimismo existencial que impera en sus obras —y escenificado a través de unos personajes patéticos, miserables, pero, al mismo tiempo, entrañables— tiene un halo terrible y conmovedoramente real. Demasiado real quizá para que un lector en su sano juicio quiera ver esas historias por escrito. Porque si uno lee para vivir otras vidas, las otras vidas que propone el señor Houellebecq seguramente no merezcan ser vividas, al menos en el ámbito de la ficción novelesca.

Uno no desea ser ni Bruno ni Michel, los dos protagonistas de Las partículas elementales. Uno no desea ser ninguno de los personajes de las novelas de Michel Houellebecq. No son dignos de admiración, ni por buenos ni por héroes y, ni siquiera, por canallas. Es posible que uno se reconozca en todos ellos, pero si la literatura aspira a convertir a los lectores en algo, ese algo debería estar muy alejado de las “virtudes” encarnadas, en este caso, por Bruno y Michel, los dos medio hermanos sobre cuya vida se ceba el escritor francés.

La obra narra la insípida historia de Bruno Clément y Michel Djerzinski, dos tipos abandonados por una madre que prefiere la libertad, el libertinaje y las utopías hippies a las responsabilidades derivadas de la maternidad —la crítica a los ideales de mayo del 68 y que derivarían en el New Age son constantes en el libro—. Mientras que Michel se acaba convirtiendo en un prestigioso científico sin ningún interés por las relaciones humanas, la existencia de Bruno deviene en un apetito sexual desaforado. El amor, tanto para uno como para el otro, es un elemento ajeno.

Para los que busquen en Las partículas elementales la provocación ligada indisolublemente a este autor, decir que la novela está plagada de situaciones sexuales explícitas, de todo tipo y para todos los gustos. Para los que acuden a esta obra atraídos por su supuesta calidad literaria, comentar que en ella se combina el tono ensayístico con el novelesco con cierta pericia, y que en cada página se respira el existencialismo que tan bien han sabido plasmar en negro sobre blanco algunos escritores franceses. Sin llegar a la maestría de narradores como Albert Camus, el señor Houellebecq hace un acercamiento interesante a la sociedad descrita por Aldous Huxley en Un mundo feliz, obra a la que, por otra parte, se hace continuamente referencia en la novela que hoy nos ocupa. Mención destacada debe hacerse de las pinceladas científicas de las que está salpicada toda la obra y que desembocan en un epílogo ciertamente interesante.

No tengo muy clara la conclusión que debiera derivarse de mis palabras. Me encuentro en la disyuntiva de si, en el futuro, debo evitar leer algo más de este escritor, por si acaso se cumple aquello de «Somos lo que leemos», o si debo continuar dando nuevas oportunidades a sus obras, quizá porque solo cuando uno tiene muy claro el tipo de persona que no quiere ser, es cuando empieza a vislumbrar en lo que quiere convertirse.

Para concluir, quisiera compartir una idea que últimamente me ronda la cabeza: probablemente no haya mayor utopía ni servicio a la sociedad que educar a los niños de tal forma que un futuro no sean pasto de los psicólogos ni se conviertan en un personaje de una novela de Houellebecq. ¿El método? Ya lo sugerían Los Beatles: All you need is love

miércoles, 28 de mayo de 2014

Blue Jasmine

Historia de dos realidades.

Me gustan las películas de Woody Allen. Reconozco que a la mayoría de ellas les falta algo, ese elemento tan difícil de definir y que hace que películas sencillamente buenas se conviertan en extraordinarias. De las últimas que ha filmado, seguramente solo Match Point merezca esa condición. 

Aun así, me encantan sus películas. Las temáticas que aborda, los diálogos y el ingenio siempre presente en sus cintas hacen la mezcla perfecta para hacerme pasar un buen rato. Y a estas alturas de la película y viendo cómo se las gastan últimamente los cineastas del séptimo arte, me parece que el señor Allen es de lo mejorcito que hay. Una raya en el agua, un oasis en el desierto...

Hace unas semanas pasé revista a su último trabajo: Blue Jasmine. Seamos sinceros, el argumento no trata nada nuevo. Es en los matices, en los giros, en la forma de tratar los temas, que casi siempre son simples y mundanos, donde Woody Allen muestra todo su oficio. Blue Jasmine nos cuenta la historia de una mujer elegante, rica y distinguida que, por ciertos reveses de la vida, de repente se encuentra sin un duro y se ve obligada a trasladarse desde Nueva York a San Francisco para vivir con su hermana en un modesto piso. Desde ese difícil escenario lucha por empezar de nuevo en un entorno que, lejos del glamour y opulencia al que está acostumbrada, le hace rememorar su antigua vida de lujo y esplendor.

El papel protagonista está reservado a Cate Blanchett, una gran actriz que por este trabajo ha recibido un Oscar, un Globo de Oro y un Bafta, entre muchos otros premios. Sin lugar a dudas, uno de esos papeles que pueden cambiar el rumbo de cualquier intérprete si no fuera porque el de Cate Blanchett estaba bien encauzado desde hacía mucho tiempo.

Suficientemente reconocida por ello, Cate Blanchett borda un papel que le permite caminar continuamente entre el drama y la comedia, entre la elegancia y la falta de dignidad, en un personaje que despierta pena y desprecio al mismo tiempo.

Con ciertos giros interesantes, la película se sostiene con entereza, seguramente con más entereza que la bella Jasmine, y da lugar a ciertas reflexiones sobre los golpes de la vida y el modo en el que nos enfrentamos a ellos.

Blue Jasmine son dos historias en una: la de la acaudalada y sofisticada mujer consorte de un gurú de los negocios y la de una mujer venida a menos que debe sortear su desgracia con la mayor dignidad y fortaleza posible, tratando de regresar al lugar que, supuestamente, le corresponde. Dos realidades bien hilvanadas y sostenidas no solo por su actriz protagonista, sino también por un director que cada año nos trae a las pantallas un trabajo digno, muy por encima de la media. Que tire la primera piedra el cineasta que atesore una carrera no solo tan fructífera sino también tan solvente.

Señor Allen, una vez más, prueba superada. Deseando ver su siguiente trabajo.

miércoles, 23 de abril de 2014

23 de abril: Día Internacional del Libro

Álter ego, una historia siniestra que hoy cobra vida.

Hoy, 23 de abril, Día Internacional del Libro, resulta ineludible escribir sobre literatura. En la fecha en la que se conmemora la muerte de Miguel de Cervantes y de William Shakespeare (entre otros), lo oportuno por tanto es hablar de un libro. Pero en esta ocasión no vamos a diseccionar un clásico, ni siquiera un best seller, sino una novela que hoy, precisamente hoy, sale a la venta. Nuevecita, impoluta, dispuesta a enganchar a todo aquel que se ponga a tiro.

Tal día como hoy hace tres años finalizaba la historia que sirve de argumento a la novela en cuestión, y cuyo título es Álter ego. Una historia siniestra. Casualmente, —si es que ustedes creen en las casualidades—, tres años después la historia cobra vida, en esta ocasión en forma de libro. Para los que no creemos en las casualidades, simplemente decir que la fecha de 23 de abril es uno más de los numerosos detalles que no hay que dejar escapar en la obra para poder disfrutar plenamente de ella.

Álter ego estará muy pronto disponible en las librerías. Para aquellos a los que se les ha despertado la curiosidad, los impacientes y los devoradores compulsivos de historias, pueden leer aquí la sinopsis y algunos detalles de su autor.

Espero sinceramente que disfruten la novela. Feliz Día del Libro.


Mucho más importante que recomendar libros es fomentar el amor a la lectura.

Burrhus Frederic Skinner