lunes, 16 de junio de 2014

Las partículas elementales

La mejor forma de provocar es contar la realidad.

No siempre es fácil decir si te ha gustado o no una novela. En ocasiones uno cierra el recién terminado libro y se queda un rato meditando sobre las sensaciones que quedan, sobre las ideas y sentimientos que fluyeron durante el tiempo empleado en su lectura. Las partículas elementales, de Michel Houellebecq, es una de estas novelas. El tiempo dirá si el poso que dejará en mi cabeza sobrevivirá a la implacable destrucción del olvido o si la harán merecedora de una relectura en un futuro más bien lejano.

No es lo primero que leo del enfant terrible francés. Considerado por algunos como el último escritor maldito, reconozco que su literatura me engancha, pero que no me termina de convencer. El pesimismo existencial que impera en sus obras —y escenificado a través de unos personajes patéticos, miserables, pero, al mismo tiempo, entrañables— tiene un halo terrible y conmovedoramente real. Demasiado real quizá para que un lector en su sano juicio quiera ver esas historias por escrito. Porque si uno lee para vivir otras vidas, las otras vidas que propone el señor Houellebecq seguramente no merezcan ser vividas, al menos en el ámbito de la ficción novelesca.

Uno no desea ser ni Bruno ni Michel, los dos protagonistas de Las partículas elementales. Uno no desea ser ninguno de los personajes de las novelas de Michel Houellebecq. No son dignos de admiración, ni por buenos ni por héroes y, ni siquiera, por canallas. Es posible que uno se reconozca en todos ellos, pero si la literatura aspira a convertir a los lectores en algo, ese algo debería estar muy alejado de las “virtudes” encarnadas, en este caso, por Bruno y Michel, los dos medio hermanos sobre cuya vida se ceba el escritor francés.

La obra narra la insípida historia de Bruno Clément y Michel Djerzinski, dos tipos abandonados por una madre que prefiere la libertad, el libertinaje y las utopías hippies a las responsabilidades derivadas de la maternidad —la crítica a los ideales de mayo del 68 y que derivarían en el New Age son constantes en el libro—. Mientras que Michel se acaba convirtiendo en un prestigioso científico sin ningún interés por las relaciones humanas, la existencia de Bruno deviene en un apetito sexual desaforado. El amor, tanto para uno como para el otro, es un elemento ajeno.

Para los que busquen en Las partículas elementales la provocación ligada indisolublemente a este autor, decir que la novela está plagada de situaciones sexuales explícitas, de todo tipo y para todos los gustos. Para los que acuden a esta obra atraídos por su supuesta calidad literaria, comentar que en ella se combina el tono ensayístico con el novelesco con cierta pericia, y que en cada página se respira el existencialismo que tan bien han sabido plasmar en negro sobre blanco algunos escritores franceses. Sin llegar a la maestría de narradores como Albert Camus, el señor Houellebecq hace un acercamiento interesante a la sociedad descrita por Aldous Huxley en Un mundo feliz, obra a la que, por otra parte, se hace continuamente referencia en la novela que hoy nos ocupa. Mención destacada debe hacerse de las pinceladas científicas de las que está salpicada toda la obra y que desembocan en un epílogo ciertamente interesante.

No tengo muy clara la conclusión que debiera derivarse de mis palabras. Me encuentro en la disyuntiva de si, en el futuro, debo evitar leer algo más de este escritor, por si acaso se cumple aquello de «Somos lo que leemos», o si debo continuar dando nuevas oportunidades a sus obras, quizá porque solo cuando uno tiene muy claro el tipo de persona que no quiere ser, es cuando empieza a vislumbrar en lo que quiere convertirse.

Para concluir, quisiera compartir una idea que últimamente me ronda la cabeza: probablemente no haya mayor utopía ni servicio a la sociedad que educar a los niños de tal forma que un futuro no sean pasto de los psicólogos ni se conviertan en un personaje de una novela de Houellebecq. ¿El método? Ya lo sugerían Los Beatles: All you need is love