viernes, 28 de junio de 2013

París era una fiesta

Pasión y disciplina.



¿Cuánto cree usted que cobraría Hemingway, si aún viviera, por dar una conferencia?

Imagínese que aquel 2 de julio de 1961 el escritor norteamericano no se hubiese quitado la vida con su escopeta favorita. Imagínese que a sus más de cien años aún estuviera vivito y coleando y en pleno uso de sus facultades mentales. Imagínese que Hemingway, como otros muchos, se ganara la vida impartiendo conferencias en las universidades más prestigiosas del mundo desarrollado.

He leído que Aznar o Clinton cobran más de 250.000 dólares por conferencia. En estos tiempos mercantilistas la política prima sobre la literatura, pero aun así estoy seguro de que Hemingway podría sacar una buena tajada si se dedicara a contar sus historias a quien estuviera dispuesto a escucharlas.

Esto nos lleva a la última pregunta: ¿Y cuánto estaría usted dispuesto a pagar por escuchar al escritor relatar sus años mozos en París, entre 1921 y 1926, cuando era pobre pero feliz? Si además nos contara anécdotas y cotilleos sobre otros escritores con los que compartió cafés y aventuras, como Scott Fitzgerald o Ezra Pound, o sobre tantos artistas que pulularon por el París de entonces, seguro que hasta sería un invitado de excepción en los programas del corazón.

Hemingway murió, pero lo mejor de él, su literatura, continúa viva. Y por el módico precio que supone comprar una novela, que además no está de moda y por tanto no es cara, uno puede conocer con todo lujo de detalles cómo era la vida del escritor norteamericano en la ciudad que cobijó a los mejores artistas y escritores de la época. No hace falta ir a una conferencia, porque Hemingway lo puso por escrito. ¡Y qué bien puesto por cierto!

Esta introducción tan larga me ha servido para contar básicamente en qué consiste la novela póstuma del Premio Nobel norteamericano, que se llamó A moveable feast, y que alguien tradujo en España como París era una fiesta.

Diría que esta novela es imprescindible para los aspirantes a escritores, porque toda ella está impregnada de la pasión por la literatura y la escritura que siempre tuvo Hemingway. Pero, sobre todo, porque desmitifica que en aquel París de vida bohemia, todos los escritores se dedicaran únicamente a emborracharse y a frecuentar lugares de mala muerte. Para Hemingway su vida era principalmente su trabajo, y su trabajo no era otro que «aprender a escribir en prosa». Todo lo demás gira en torno a ese aprendizaje, como la Tierra gira alrededor del Sol, sin desviarse más que lo justo. Si a la pasión le unes la disciplina, el éxito está asegurado.

martes, 25 de junio de 2013

Cómo ser John Malkovich


Hace algún tiempo vi el comienzo de la película Cómo ser John Malkovich. Era uno de esos días en los que andaba cambiando de cadena y, sin querer, me topé con una película interesante. Aquella vez no pude terminarla. No me acuerdo del porqué. Aunque sí que recuerdo que antes de tener que dejar de verla me estaba gustando mucho, especialmente por la originalidad de su propuesta.

Ahora he tenido ocasión de verla entera. Es innegable que es una de las películas más originales que haya visto, quizá un poco absurda y surrealista, pero original 100%. Aunque es una película que no me ha terminado de calar (me refiero a ese fenómeno que ocurre cuando continúas dando vueltas y vueltas a la cinta varios días después de verla), creo que sí merece alguna mención por mi parte.

Cómo ser John Malkovich es del año 1999, del director Spike Jonze, un cineasta que según he visto ha dirigido más vídeos musicales que películas. Está protagonizada por John Cusack, Cameron Díaz, Catherine Keener y John Malkovich, el cual hace de sí mismo (o de algo parecido). Me ha gustado especialmente la interpretación de Catherine Keener, una actriz a la que nunca he echado cuentas, pero que el hecho de haberla visto recientemente en tres películas (Capote, The Oranges y ésta), en tres roles tan distintos, ha provocado que le preste una especial atención. En este caso encarna a la seductora Maxine, un papel con tintes de mujer fatal que le sienta como un guante. Se hace creíble que el propio John Malkovich caiga rendido a sus pies.

Creo que la película va perdiendo fuelle conforme se desarrolla. Es el problema de las películas originales, que cuando han conseguido encandilarte, les resulta muy difícil mantenerte con la boca abierta sin que de ésta termine saliendo algún bostezo. En mi opinión, Cómo ser John Malkovich acaba cayendo en el absurdo, acaba enredándose demasiado sobre sí misma hasta el punto de que el interés y la sorpresa caen con cierto estrépito. De todas formas, es una película que no sólo se deja ver, sino que se deja disfrutar. Es necesario y hasta enriquecedor que se hagan películas de este tipo. No seré yo quien cargue contra ella más de lo estrictamente imprescindible.

P.D.- Prestad especial atención a los cameos de Charlie Sheen. Su conversación con John Malkovich no tiene desperdicio.

viernes, 21 de junio de 2013

¿Cuál es el mejor comienzo de canción de la historia?

Hace ya algunos años —no importa cuántos— tuve una discusión con uno de mis mejores amigos sobre cuál era el mejor comienzo de canción que jamás hubiésemos escuchado. Yo, por aquel entonces, no tenía duda: para mí el mejor inicio era el de la canción Money for nothing, de los Dire Straits. Algunos años después muchas cosas han cambiado, pero hay otras que hasta ahora nadie ha conseguido cambiar.

Por aquella época utilizaba esta canción para relajarme antes de un examen. Que por la tarde tocaba examen importante, pues yo no salía de casa sin antes escuchar a todo volumen el comienzo de esta canción. Me relajaba, me daba energía, me llenaba de confianza.

Sin embargo, mi amigo no estaba de acuerdo. En su opinión, el mejor comienzo de canción era el de When doves cry, de Prince. Por aquel entonces yo apenas conocía nada del genio de Minneapolis, pero gracias a que mi amigo me grabó una cinta, descubrí un buen puñado de canciones que primero me sorprendieron, luego me gustaron y finalmente pasaron a formar parte de la banda sonora de mi vida, ésa que está formada por todos aquellos temas que nos transportan a otros tiempos, normalmente maravillosos, ya que la memoria —hablo de la mía— tiende a despedazar los malos recuerdos. O, al menos, a esconderlos debajo de la almohada.

Tengo que reconocer que el comienzo de When doves cry es impecable. Primero la guitarra, potente, luego se une la batería, una voz —que supongo que será la de Prince— haciendo un breve «yeah» y luego los teclados interpretando una melodía pegadiza e inolvidable. Todo ello como preludio a la primera estrofa. En general es una de mis canciones favoritas de Prince, y no tengo problemas en admitir que su comienzo es francamente bueno.

No obstante, muchos años después sigo apostando por el inicio de Money for nothing. Nada como la voz de Sting cantando eso de «I want my MTV». Nada como ese preludio largo, a modo de obertura,  en el que se van añadiendo instrumentos, algunas veces de forma confusa, y al que se incorporan muy lentamente primero la batería y luego la guitarra. El éxtasis se va acercando cuando los instrumentos y la batería comienzan a subir de volumen e intensidad hasta llegar a su punto álgido. Es entonces cuando todo queda por unos breves instantes en silencio, hasta que entra la guitarra. Ese solo de guitarra, rompiendo el silencio y haciendo una de las melodías más famosas para guitarra de todos los tiempos, me sigue poniendo los pelos de punta. Ufff, tengo que reconocer que todavía me estremece.

Money for nothing todavía me insufla vida, optimismo, confianza, y qué duda cabe que no sería lo mismo sin su comienzo prodigioso.

Supongo que todos tenemos nuestro «comienzo de canción» favorito. ¿Alguna sugerencia?

lunes, 17 de junio de 2013

Tenemos que hablar de Kevin: el origen del mal

Turbadora. Creo que es el mejor adjetivo para describir la película de la directora Lynne Ramsay basada en el libro de Lionel Shriver. Una cinta inquietante que analiza si el mal puede ser innato; si algunas personas son malas desde que nacen y el tiempo simplemente se encarga de transformarlas en monstruos. A pesar de la educación de una madre paciente y dedicada. O debido precisamente a ello.

El comienzo de la película es extremadamente confuso. Los continuos saltos en el tiempo, la ausencia de diálogos y la presencia de la actriz Tilda Swinton —cuya inexpresividad potencia la sensación de confusión—, me tentaron en varias ocasiones a apagar la televisión. Pero merece la pena soportar el primer cuarto de hora, porque entonces se empieza a «disfrutar» de una cinta que aterroriza, pero de forma sutil, de forma turbadora.

Poco a poco uno va entendiendo la inexpresividad de Tilda Swinton (que hace una gran interpretación) y poco a poco la historia se va desenrollando para mostrar el origen del mal, como si de una novela de Faulkner se tratara. También contribuye a ello el magnífico y joven actor Ezra Miller (al que ya se analizó en Las ventajas de ser un marginado). Un prodigio de artista que con una simple mirada es capaz de poner los pelos de punta al tipo más duro. Especialmente dura es la escena en la que el adolescente mastica una fruta con perversa maldad, sabiendo perfectamente que su madre es capaz de entender que la fruta no es más que una metáfora del ojo de su hermana.

Quizá a la película le falten algunos elementos para saber si se trata de una crítica a la sociedad del éxito, a la educación que damos a nuestros hijos, a la excesiva permisividad que, en este caso, se concretaría especialmente en el papel del padre (John C. Reilly). Unos elementos que se intuyen pero que le faltan fuerza para considerarlos con demasiada seriedad. De lo que no cabe duda es de saber que estamos ante una película que no se recrea en las manifestaciones del mal, sino en su proceso de gestación.

Turbadora. Como el origen del mal, como los misterios del infinito e incondicional amor de una madre.

Un consejo: Es una película no recomendada para aquellos que estén pensando en tener un hijo.

El mejor consejo: Regalen libros a sus hijos en lugar de juegos susceptibles de convertirse en armas.

viernes, 14 de junio de 2013

El Doble, una novela que refleja la genialidad (y locura) de Dostoyevski


Dostoyevski era un genio. Acabo de terminar la segunda novela que escribió, El Doble, y una vez más no puedo sino expresar mi admiración (y desconcierto) por el talento del escritor ruso. A pesar de que piense que no estamos ante uno de sus mejores trabajos (la crítica del momento tampoco fue muy halagüeña con esta obra), no hay duda de que la novela contiene las suficientes virtudes para dejar entrever que el genio ruso acabaría alcanzando la cúspide literaria algunos años más tarde. Así lo hizo, especialmente con la publicación de las que probablemente son sus dos mejores obras: Crimen y castigo y Los hermanos Karamázov.

En El Doble ya encontramos esa profundidad y meticulosidad para desarrollar el análisis psicológico de los personajes que veinte años más tarde Dostoyevski lograría llevar a su máxima expresión adentrándonos en la mente del inolvidable y torturado Raskólnikov de Crimen y castigo.

El libro aborda la temática, siempre interesante, de la escisión de la personalidad. En este caso se trata del funcionario Yakov Petrovich Goliadkin quien, tras ser rechazado socialmente en una fiesta, inventa un doble que paulatinamente va destrozando su vida. El final de esta novela nos reserva una sorpresa, que no desvelaré, aunque puede intuirse a lo largo de todo el libro.

Además de una novela psicológica, El Doble recrea perfectamente la maquinaria funcionarial rusa y da pinceladas de los problemas sociales que reinan en San Petersburgo. Esta ciudad, que recientemente ha sido designada por Durex como la ciudad donde más se practica el amor —según una encuesta de la empresa de preservativos (ver más)—, aparece como un lugar deshumanizado, de clima insufrible y en el que alcanzar la dignidad se convierte en una utopía para las clases sociales más bajas. Pero cuando la realidad es insoportable, siempre aparece la ficción, bien en la mente (como en el caso de Goliadkin) o en el de la literatura (como en el caso de Dostoyevski). La locura y la genialidad, una vez más, caminan juntas de la mano.

sábado, 8 de junio de 2013

Las ventajas de ser un marginado o cómo salir del túnel


Las películas americanas sobre adolescentes suelen ser una soberana estupidez. Sin embargo, de vez en cuando encontramos alguna honrosa excepción que nos reconcilia con el trato que da Hollywood a ese maravilloso y patético periodo que va desde el comienzo de la edad del pavo hasta la universidad. Una más que honrosa excepción es el caso de Las ventajas de ser un marginado, título con el que se ha traducido en España la película de Stephen Chbosky, autor también del libro en el que se basa la cinta.

El tema que trata no es nada original: un adolescente tímido que empieza el instituto y tiene serias dificultades para ser aceptado por sus compañeros. A estas alturas de nuestras vidas, y después de haber visto cientos de películas y series que se desarrollan en las llamadas High Schools, nos hemos terminado por creer que los tópicos y estereotipos sobre los institutos americanos deben ser todos ciertos. Ya no dudo que si alguna vez me reencarno en un adolescente americano, no tendré ningún problema a la hora de identificar y clasificar a su fauna: los jugadores de fútbol guapos, populares y sin cerebro, las animadoras rubias y tontas, los raritos, los empollones poco agraciados físicamente, etc. Las ventajas de ser un marginado se centra en un grupo de raritos: el homosexual carismático, el introvertido aspirante a escritor que va a clase vestido con traje y corbata, la chica cuya personalidad arrolladora la hace atractiva e interesante, la gótica idealista y mandona, la chica rica que roba vaqueros por diversión o rebeldía...

Las interpretaciones del trio protagonista son verdaderamente solventes: Logan Lerman en el papel del joven escritor, Emma Watson (la de Harry Potter) haciendo de la chica interesante y Ezra Miller metiéndose en el papel del homosexual carismático. Quiero destacar especialmente a este último. Ezra Miller hace una interpretación absolutamente fantástica de Patrick, un gay que tiene una relación secreta con uno de los integrantes del equipo de fútbol del instituto y que lidera el grupo de los raritos. Desde hoy, es uno de esos actores de los que veré sus trabajos sólo porque sale él. Qué duda cabe que estaré muy atento a la carrera de este prometedor actor.

En la película se tratan todos los temas que suelen abordarse en este tipo de películas: el enfrentamiento entre populares y marginados, el enamoramiento, el despertar sexual, las relaciones entre los estudiantes y los profesores, etc. No obstante, la forma en que se desarrollan estos temas —sin olvidar los diálogos no tienen nada que ver con las habituales películas de adolescentes. La historia te engancha, te emociona, te conmueve y no te deja indiferente. Además, se intuye un trasfundo oscuro en el personaje principal que da cierto suspense a la trama y que se desvela sutilmente al final de la película. Este aspecto sombrío, que no revelaré, no enriquece especialmente a la película, pero no está de más.

Por otro lado, la banda sonora de Las ventajas de ser un marginado es excepcional. Desde Heroes de David Bowie —la canción del túnel— hasta Asleep del grupo The Smiths, he disfrutado enormemente de todos y cada uno de los temas que se van escuchando y que complementan de forma fantástica las escenas de la cinta. No en vano, en el club de los raritos se jactan de su gusto por la buena música. Y a los espectadores no nos cabe ninguna duda. 

En conclusión, una película bastante recomendable, con un toque indie innegable y que me ha hecho recordar con nostalgia esa etapa de la vida en la que las emociones se magnifican y los sentimientos están constantemente a flor de piel. Esa época en que lo más importante es sentirse parte de un grupo para no ser un marginado. Esa época en la que, como el protagonista, uno se siente infinito.

miércoles, 5 de junio de 2013

13,99 euros: consumo, me consumo, luego existo


Empecé a leer 13,99 euros porque pensé que se trataba de un libro sobre los engaños de la publicidad. En cierto modo lo es, pero si éste fuera el resumen, me habría quedado corto, pecaría de simplicidad. Se trata más bien de una novela basada en la propia experiencia vital de su autor, Frédéric Breigbeder, y que, según tengo entendido, la publicación del libro supuso su despido sin contemplaciones de la empresa de publicidad donde trabajaba como creativo.

El escritor francés ya nos avisa desde el principio: «Escribo este libro para que me echen del trabajo. Si me fuese, me quedaría sin indemnización». Una sincera declaración de intenciones que refleja muy bien el tono cínico y guasón con el que está escrita la novela.

El estilo de 13,99 euros es directo y, en ocasiones, brusco. Un estilo que recuerda a otros escritores como su compatriota Michel Houellebecq o como Charles Bukowski (del cual aparece una cita al principio del libro). Al igual que ocurre con estos autores mencionados, la novela se recrea en temas como el alcohol, el abuso de drogas y el sexo.

Para mí lo mejor de la novela está en sus primeras páginas. Ese ritmo trepidante con el que empieza y que te envuelve por completo. Es en esa parte del libro donde podemos encontrar algunas perlas del tipo «Soy publicista: eso es, contamino el universo. Soy el tío que os vende mierda». Tampoco tiene desperdicio el análisis, sincero y despiadado, con el que presenta las miserias del mundo de la publicidad (ejemplificadas en la empresa Madone, el imperio del yogur, cuyo nombre recuerda sospechosamente a una empresa de yogures real que todos conocemos).

Lo peor de la novela es el desarrollo que tiene. Lo que inicialmente es un libro original, descarado y crítico, acaba desembocando en la narración de una historia que va perdiendo interés paulatinamente y que, finalmente, naufraga rozando los límites del absurdo. Una pena, porque, de no estropearse, 13,99 euros podría haber sido un referente de lo que puede ser la novela del futuro.

lunes, 3 de junio de 2013

Sultans of Swing o cómo charlar con tu guitarra

Dicen que cualquier tiempo pasado fue mejor. Seguramente no sea cierto, pero en cuestión de música, reconozco que me cuesta encontrar una buena canción que no tenga ya algunos años, los suficientes para que el tiempo la haya puesto en su sitio. Por eso suelo sintonizar M80 en el coche con cierta frecuencia. La mayoría de las canciones que suenan en esta emisora las conozco, y muchas de ellas me gustan. Pasa el tiempo y me siguen gustando. En algunas ocasiones, el paso del tiempo es la prueba del algodón para filtrar a las canciones que se convertirán en inolvidables.

El otro día M80 me regaló una de mis canciones favoritas: Sultans of Swing, de los fantásticos e inimitables Dire Straits. Para aquellos a los que nos fascinan las guitarras eléctricas, Sultans of Swing es una especie de himno, una canción de culto.

En esta canción, la guitarra es tan importante que es imposible tararear la melodía sin añadir cada uno de los arreglos de la guitarra principal. De hecho, me atrevería a decir que la canción funciona a modo de dueto: Mark Knoppler canta uno o dos versos y acto seguido entra la guitarra para darle la réplica. Como si el bueno de Mark charlara tranquilamente con su guitarra. El punto álgido es el solo de guitarra que sin duda figura entre los más grandes de la historia del rock.

No hay duda: Sultans of Swing es una de esas grandes canciones de las que uno no se cansa nunca de escuchar. Y una de las canciones, al menos de las que conozco, donde la importancia de los arreglos se define de una manera más sobresaliente. Igual que la mayoría de las canciones de los Beatles no serían lo que son sin los arreglos, Sultans of Swing habría sido presa del olvido si no llega a ser por sus arreglos, por esa  maravillosa guitarra que canta.